Ernesto Orlando Peluffo es productor agropecuario y coronel veterano de guerra. Vestido con una remera que dice “Malvinas Argentinas”, bombacha de campo y alpargatas lloró arrodillado en su campo de Mercedes. “Con la lluvia llega la salvación”, augura. Historia de un ex combatiente que combate los incendios en Corrientes
Pasaron tres minutos de las dos y media de la tarde. Al cielo lo cubre un gris heterogéneo: nubes espesas se concentraban sobre el techo de su campo. El pronóstico promete precipitaciones y el escenario así lo acredita. Quince minutos antes, un principio de tornado lo obligó a refugiarse en su rancho. Se escondió del pasto seco, el polvo y la tierra que volaba en remolino. Cerró las puertas que el temporal abrió con furia. Trabó las ventanas que el vendaval golpeó con ruido. El viento trajo esperanza. A las 14:33 en punto del último jueves de febrero de 2022, en una porción de pastizal correntino, un hombre se arrodilla, alza sus brazos, cierra los ojos y, entregado a la dicha de la naturaleza, deja que la lluvia lo empape.
Vocifera cosas. Está exultante. “¡Vamos todavía! ¡Viva la patria! ¡Vamos Corrientes! ¡Vamos Tata Dios, seguí!”, implora. Su remera negra con la inscripción Malvinas Argentinas recibe indemne las gotas. La lluvia se distingue en las manchas oscuras de su bombacha de campo gris. Él, rodillas clavadas al piso y brazos en alabanzas, celebra al grito: “¡Vamo’ encajale, sí, agua nomás. Vamos todavía!”. “El agua no hace nada, solo moja, no me hace nada”, repite conmovido. Solo le falta soltar un sapucay triunfal.
El que llora, festeja y agradece es Ernesto Orlando Peluffo. Hoy productor agropecuario, vestido de ocasión, y coronel veterano de la Guerra de Malvinas retirado. Hace cuarenta años, subteniente en comisión de la Compañía de Infantería “A” del Regimiento de Infantería 12. En el combate más extenso del conflicto, desenvuelto en Darwin y Pradera del Ganso entre el 28 y el 30 de mayo de 1982, una bala perforó su casco y abrió un surco lateral en el cráneo. Ese día, dice, volvió a nacer. Lo recuerda como su segundo primer cumpleaños. Juan Silva, soldado, le dio agua, lo tapó con una manta y lo asistió. La guerra había terminado para ellos.
La lluvia ahora cae, moja el fuego y lo apaga. Las lluvias apaciguan las llamas de la provincia de Corrientes, donde la catástrofe se mide en semanas y en números: 800 mil hectáreas afectadas, cerca del 10% de su territorio incendiado, animales desprotegidos, el 40% del Parque Nacional Iberá consumido, la pérdida económica estimada en 70 mil millones de pesos y los daños ambientales que no se pueden calcular. Los seis milímetros que caen en la tarde del jueves no son suficientes: son inaugurales. Hay pronósticos de precipitaciones para el viernes y el fin de semana. Horas después, en algún hueco de la noche, productores rurales, civiles, bomberos y brigadistas saltarán abrazados bajo la tormenta en otro rincón de Corrientes.
“Sentí la necesidad de salir a agradecer. Le di gracias a dios por la lluvia porque hay mucha gente sufriendo, hay mucha gente que perdió todo. Con la lluvia llega la salvación”, dice aún emocionado por teléfono, horas después de recuperar la electricidad y con ella el wifi de su celular. Su desconexión es un buen síntoma: las autoridades provinciales cortan el suministro de luz durante las tormentas para evitar cortocircuitos. La electricidad había regresado a su estancia el miércoles, luego de que reemplazaran los postes de luz que los incendios devoraron. Él contó, solo a la salida de su campo, 46 troncos de eucaliptos derribados por las llamas.
El fuego llegó a tres mil metros de sus 900 hectáreas de campo de loma, ubicado en el pueblo de Mercedes, en el corazón de la provincia. Hace dos semanas combatió los incendios en la primera línea. Vecinos y productores completaban durante el día las labores nocturnas de los bomberos. Acudieron con botellas, bidones y barriles con agua, cueros de oveja mojadas, mochilas fumigadoras. “Yo mismo armé un autobomba en mi camioneta. Muchos productores hicimos esto porque los bomberos no dan abasto. El fuego se había iniciado en la ruta. El viento lo arrasó y era imposible pararlo. Había que atacarlo de costado, por retaguardia. Se hicieron contrafuegos. Había mucho que apagar”.
Fueron dos días de ahogar pastizales y mojar la tierra con instrumentos rudimentarios para sofocar el fuego. Solo el olor a pasto quemado llegó a sus campos donde cría vacas, ovejas y caballos. Los terrenos son elevados y superficiales: poco humus y mucha piedra. No son aptos para cultivos. Pero la pastura es buena. La lluvia en verano -precisa- es fundamental para el rebrote del pasto en invierno.
En medio de la entrevista, unas gotas vuelven a caer sobre su estancia. Así como agradeció al cielo las lluvias de la tarde, también agradece el llamado oportuno del cronista como si fuese un designio divino. Su llanto es de liberación. Acumulaba tres meses de angustia. La última precipitación en su campo había sido en noviembre. En diciembre hubo una leve llovizna que, bajo sus estándares, no califica como lluvia. Para las fiestas de fin de año ya vislumbraba la sequía. En enero, las temperaturas superiores a los 40 grados, la radiación solar, el calor del suelo y la falta de lluvias ratificaron sus presunciones. En febrero, los incendios provocados y la inacción del gobierno alimentaron su indignación e impotencia.
El miércoles cantó el himno nacional ante 250 personas. En una asamblea abierta de productores autoconvocados en la intersección de las rutas 119 y 24, en el distrito de Mariano Loza, departamento de Mercedes, entonó las estrofas con “consternación y concentración, con fuerza, como aprendí a cantarlo”. Un “¡viva la patria!” sirvió de telón para la entrega de un petitorio a las autoridades nacionales y provinciales. El documento tiene la palabra “desastre” en mayúsculas y nueve solicitudes puntuales, entre ellas la declaración de catástrofe productiva de la provincia, el tratamiento de una ley nacional para situaciones de emergencia y catástrofe productiva que permita la subsistencia de las empresas afectadas, la eliminación del impuesto a los sellos para los créditos prendarios y la custodia permanente de rutas por las fuerzas de seguridad para evitar los incendios intencionales.
“Dios nos ayude y nos ampare. Le vamos a dar batalla al fuego. No nos vamos a rendir”, remarca Ernesto Peluffo, que se contenta con la lluvia que cae y se ilusiona con la que podrá caer en las próximas horas. Tiene las energías embargadas por los focos de incendio en su provincia natal. En 36 días se conmemorará el desembarco de las tropas argentinas en las Islas Malvinas. Son dos “fuegos” distintos. El de 1982 fue intenso y no le permitió el repliegue de su compañía. Las fuerzas británicas los intimaron a rendirse en inglés y en español. Su sección ya enumeraba muertos, heridos y armas sin municiones: “El combate estaba definido y la superioridad británica era abrumadora”.
Se anima a establecer un único parangón entre aquella catástrofe y ésta: la incertidumbre. “Uno en la guerra no sabe lo que va a hacer el enemigo. Siente esa incertidumbre por lo que no conoce, por ese miedo a lo desconocido. Con el fuego pasa lo mismo: no se sabe para dónde va a ir, no se sabe cuánto va a durar. Eso es lo más cercano a la guerra. Pero no tiene comparación. En la guerra es todo destrucción y muerte. Con el fuego la destrucción es evitable”.
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