Opinión

AnálisisViejo Vizcacha al palo

Por Bernardo Saravia Frías

Uno de los primeros conceptos que aprende un estudiante de derecho es cómo lidiar con el engaño. Desde que el hombre es hombre, se trata de la piedra angular de un sistema jurídico: Adán y Eva; Caín y Abel; Isaac y Esaú, y así, hasta nuestros días. Con mayor o menor sofisticación siempre está presente. El desafío para la ley es que no se haga trampa; y si se hace, sancionarla.

El ardid de partir el bloque oficialista en dos para birlar la silla (tal vez en plural, dependiendo lo que ocurra en estas horas en Diputados) que corresponde a la oposición en el Consejo de la Magistratura es eso, un engaño. Técnicamente no es ni simulación, es dolo. Pero lo más grave de todo es quién lo ejecuta. Este es el quid de la cuestión: se trata de uno de los árbitros haciendo trampa porque no le gusta el desarrollo del juego, que lleva adelante un falseamiento que burla la fórmula de legitimidad que debiera sostenerlo.

Para ser más claros: quien se supone es el primero que debe velar por el cumplimiento de las reglas de juego, es el primero en violarlas, recurriendo a una astucia que desde los orígenes del derecho es reconocido como un vicio de la voluntad. En criollo, se trata de un acto que no tiene valor alguno y que sólo busca dilatar una sentencia firme de la Corte Suprema de Justicia. Esto no es cuestión del viejo cuento de los dos lados de la biblioteca; es el Viejo Vizcacha al palo.

Para algunos la causa es la expansión propia de los populismos, que ven el sistema jurídico como mera arcilla que se moldea a piacere; para otros son temores fundados de avances judiciales irrefrenables. Por la razón que sea, más o menos piadosa, estamos presenciando la conformación de un escenario de crisis de legitimidad en el que todo es posible, marcado por dos vectores que van a determinar el futuro inmediato de los acontecimientos: un conflicto de poderes del Estado, en medio de una situación económica con índices alarmantes.

En un derrotero de tensión institucional tan grave, con ciertos actores dispuestos a tensionar hasta el límite y más allá, la responsabilidad del resto se acrecienta. Sobre todo, porque la misma conducta sirve de argumento y excusa en otros planos: ahí está el eufemismo de la “renta inesperada”, que pretende llevar al capitalismo a una nueva dimensión, donde hay distintos tipos de renta de acuerdo a exóticos criterios aplicados por quién debe fomentar el crecimiento económico, no demolerlo. Una vez más, creando una realidad inconstitucional con palabras (capciosas).

Hay una virtud del sistema sin la cual todas las demás son inútiles: no engañar. Actitud premoderna propia de los regímenes personalistas, siempre activa, poderosa. Nuestra democracia está en un momento maquiavélico, que desafía los límites, los pesos y los contrapesos. Esperemos que el sistema y la paciencia aguanten, y no terminen en un conflicto totalizador, de vacío de poder.

 

 

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