Pamela de la Colina soñaba con ser mamá; vio una convocatoria en LA NACION para adoptar a una niña con autismo y se postuló; la primera vez que se conocieron, hubo un contacto visual amoroso; hoy ya son familia.
Hace 8 meses que Pamela de la Colina, de 42 años, espera por primera vez en su vida los desayunos, los almuerzos, las meriendas y las cenas de la semana con la ilusión de una niña que espera la Navidad. Es que esos momentos los comparte con la persona que esperó durante toda su vida: su hija María, de 5 años, una nena de ojos marrones y grandes que suele achinar de felicidad cuando la ve.
Los fines de semana también son los más esperados. A la mañana la pequeña se pasa a su cama, se miran nariz con nariz para desearse los buenos días, se abrazan, juegan, a veces duermen un poco más y quizás a la tarde tienen algún plan. Cuando el tiempo está lindo, en Caleta Olivia, Santa Cruz, donde viven, van a la playa con amigos o con el papá y la mamá de Pamela, abuelos de María; o con sus dos hermanas y sus 10 sobrinos, tías y primos. O directamente con toda esa gran familia.
“Siempre quise ser mamá. Mi nena le da más vida a mi vida”, cuenta en una charla telefónica Pamela, que es docente de educación especial, pasó por tratamientos fallidos para quedar embarazada y en diciembre pasado decidió adoptar a María.
“Un día vi en un posteo de Instagram de LA NACION la carita blureada de una nena. Era una convocatoria pública de adopción. Llené el formulario y mandé el mail”, dice y al contar su historia, la de ambas, porque Pamela no está en pareja, hablará de señales, de hacerle caso al corazón, de brindarse.
Cada tanto se escucha a la pequeña del otro lado de la línea, se adivina que le acerca un libro, que le señala una imagen. “Ca-ba-llo”, le dice Pamela a la niña y acentúa cada sílaba. Luego, María repite con una voz dulce que se escapa con el sonido de sus pasos corriendo por la casa. Es que la vida de María también cambió, no solo porque hasta marzo de este año vivía en un hogar de niños en Salta, sino porque en este tiempo de convivencia con Pamela, comenzó a hablar.
En la convocatoria se detallaba que Lucía, así la habían llamado a María para proteger su identidad, tenía una condición del espectro autista (TEA) por la que no se comunicaba oralmente. Pero eso no detuvo a Pamela.
La adopción
“Dicen que es engorroso adoptar, pero no es así. A los que sienten el deseo de ser papás o mamás, les diría que le hagan caso a su corazón. Y que si solo buscan un bebé, que piensen si los podrán acompañar en todo su desarrollo porque quizás puedan interactuar mejor con un chico más grande. Hay muchos niños, niñas y adolescentes que desean tener una familia. Un amigo me dijo hace poco: ´Ojalá haya cada vez menos Marías en los hogares y si las hay que haya más Pamelas´. Me lloré todo cuando lo dijo”, cuenta la mujer entre risas y un poco emocionada.
Según una investigación, la mayoría de las jurisdicciones del país (el 83%) señala que el plazo de permanencia más frecuente de los chicos en hogares o familias de abrigo a la espera de ser adoptados o de volver con su familia de origen, si se revierten las circunstancias que provocaron la separación, supera lo que marca la ley, que es de 180 días. En promedio esperan unos tres años.
Claudia Yance, la jueza de Salta que intervino en el proceso de adoptabilidad de María, habla en nombre de su juzgado y dice que si los tiempos son lentos es porque se trabaja intensivamente en la revinculación o en encontrar la mejor familia para los chicos. Además, coincide en que hay muchos prejuicios sobre el sistema.
“Los datos que se le piden a quienes se anotan en el registro de aspirantes a guarda con fines adoptivos en realidad no son engorrosos. Luego, es normal que las familias pasen por varias entrevistas porque el niño ha pasado por una situación de vulnerabilidad”, detalla la jueza a LA NACION.
“Es necesario explicar buscamos familias para los chicos, no al revés, nosotros buscamos familias que les garanticen a los niños, ser “hijos y crecer rodeados de amor y contención”. Es cuando el sistema se encuentra con que la mayoría desea adoptar bebés. De acuerdo a la jueza se debe concientizar sobre la importancia de la adopción de niños más grandes y de grupos de hermanos porque se privilegia el vínculo fraterno, así también cuando los niños poseen condiciones especiales, como el caso de María.
“María estuvo más de un año esperando un papá y una mamá. A veces existe el prejuicio que por padecer TEA son niños difíciles de ahijar. Es un falso concepto que debemos desmitificar”, explica Yance. Es por eso que el juzgado, luego de hacer una búsqueda regional, la amplió a través de una convocatoria pública. Fue cuando Pamela y María, que vivían en los dos extremos del país, sur y norte, se encontraron.
“Ella me eligió a mí”
Antes de ser madre por adopción, Pamela le pedía al universo, a los santos, a los eclipses, al sol, a la luna, a las estrellas fugaces, al mar, e incluso a los pájaros o a las moscas -por si eran la reencarnación de algún familiar querido- siempre lo mismo: “Dame la oportunidad de ser mamá, juro que no voy a fallar”.
Después de pasar por tratamientos de fertilidad (las dos primeras veces estando en pareja), entendió que necesitaba darle todo el amor que tenía a niños que lo necesitaran. Entonces decidió estudiar el profesorado de educación especial.
Si bien era feliz dando clases, su deseo de ser madre seguía latente. “Cuando vi el posteo de LA NACION, no me detuvo ver que María tenía una condición del espectro autista porque yo quería ser mamá, más allá de las herramientas que tengo por mi profesión”.
A los días, el Juzgado de Adopción de Salta le respondió que había sido aceptada su solicitud. Luego de un ida y vuelta de mails y llamados para pedirle más información, tuvo una video llamada con Yance, quien le informó que había sido preseleccionada.
“Fue cuando la jueza me dijo que Lucía en realidad se llamaba María. Ese era el nombre de mi abuela, la que me crio y me malcrió cuando mi mamá estaba en el trabajo todo el día. Me puse a llorar y le dije a la jueza que yo elegía creer que esa era una señal y ella empezó a llorar conmigo”, cuenta Pamela, que desde ese momento soñó con que ese nombre volviera a resonar en su casa.
Lo que restaba era desafiante: “María era la que iba a decidir si yo podía ser su mamá”. Pamela viajó hasta Salta, a Tartagal, y luego de tener entrevistas con la jueza y su equipo de psicólogas y asistentes sociales conoció a María. “Yo estaba nerviosa. Cuando la vi me morí de amor, era la nena más hermosa del mundo, tenía unos zapatitos blancos acharolados y un vestidito con pintitas rosas”, relata.
Pamela explica que los niños con TEA no suelen hacer contacto visual y no interactúan fácilmente con gente que no conocen, por eso era clave que algo de eso se diera entre ellas. “Apenas entró, hicimos contacto visual. Empezó a revolver una caja de juguetes, sacó dos autitos, le pedí uno, me lo dio y jugamos un poco. Cuando se la llevaron, me puse a llorar de felicidad, me había elegido”, cuenta y aún se le quiebra la voz.
Pamela obtuvo la guarda de María por seis meses, periodo en el que se analiza si se da la integración familiar, y estuvo en contacto permanente con el juzgado de Salta. Superado ese lapso, se concretó la adopción. María tiene una mamá, ama más los autos que las muñecas, come de todo y le gusta hacer rompecabezas. “Hace los de 25 piezas como si nada”, comenta orgullosa.
María está dando grandes pasos, va al jardín y a terapias con una psicopedagoga y una fonoaudióloga. “Hay palabras que le cuestan más, pero ahora habla”, dice. María derrite de amor a sus abuelos con sus “abu”, se sabe el nombre de tías y primos y es la encargada de darle de comer a su perra, una Collie con la que siempre juega.
“Para ser padre hay que querer brindarle todo a un hijo y es hermoso lo que te devuelve”, dice Pamela y sigue: “Mi nena me cambió el gusto de las mañanas, hasta esas en las que cuesta levantarse. Ahora soy feliz solo porque empezamos juntas el día”.
Fuente: La Nación
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