La Selección fue campeona mundial y medalla de oro en los Panamericanos. Es un milagro que tiene sede en Paraná y la potencia de varias generaciones.
Entre la mano que abre el lanzador y el bate que empuña el rival, la pelota acelera a 130 kilómetros por hora, como un auto al máximo en la Ruta 2. El pitcher toma envión y en un salto en largo descuenta tres metros de los 14 que lo separaban de su duelista. Ahora lo tiene a la distancia de un penal. Y entonces suelta el meteorito. El bateador está concentrado, con la mirada de un águila y el susto de un caniche toy. Puede impactar de lleno la bola y mandarla afuera del estadio, para trotar relajado hacia la anotación. O la puede dejar cortita y correr entre peligros hacia la primera base, luego la segunda, la tercera y con suerte llegar a la home. Es el momento más importante del juego, donde todo comienza o todo termina.
Las miradas confluyen en esa esfera amarilla que por dentro parece una palta, con un núcleo compacto y gajos cosidos a mano, en relieve, para que el lanzador pueda apoyar las yemas de sus dedos y decidir qué efectos le dará. De la precisión que tengan esas curvas y contracurvas dependen los jardineros, los jugadores de las bases y la alegría de sus familias, que toman mate en la tribuna y comparten bromas y galletitas surtidas con la hinchada contraria.
En Paraná se juega más al sóftbol que al fútbol. El que atiende la oficina de turismo lo practicó en la escuela; la remisera, en su club; y el mozo del Náutico nunca lo abandonó: todavía juega con sus amigos con una bola flúo, porque los veteranos siguen siendo gavilanes, pero van perdiendo vista.
“Gracias a los logros recientes, cuando afuera hablás de sóftbol y decís ‘Paraná’, es como hablar de tenis y decir ‘Wimbledon’, nos reconocen por fomentar este deporte y amarlo como nada en el mundo”, dice Julio Gamarci, abogado en los ratos libres y DT del equipo que este año, en apenas 40 días y por primera vez en la historia, conquistó el campeonato del mundo en Praga, el 23 de junio, y la medalla de oro en los Juegos Panamericanos en Lima, el 1° de agosto.
Los campeones del mundo trabajan desde las seis de la mañana en oficinas públicas, gimnasios, escuelas y comercios y por las tardes se van a entrenar.
Hacia la noche juegan partidos y luego caen rendidos, hasta que vuelven a despertarlos las sirenas de los barcos que pasan por Entre Ríos.
El sóftbol es un deporte amateur: los jugadores no cobran sueldo, están becados por el Gobierno nacional por haber obtenido medallas y compiten por pasión, aunque se entrenan como profesionales de alto rendimiento.
Despliegan una receta que combina espíritu amateur con madurez mental, organización institucional y compromiso, que han convertido a la Selección Argentina de Sóftbol en una “máquina demoledora de potencias”, como Nueva Zelanda y Japón, destaca Vicente Javier Martínez, secretario de la Confederación Argentina de Sóftbol y jefe del equipo nacional desde hace 10 años. Es el que alista a todos, les prepara el atuendo, coordina pasajes y les hace bromas, para mantener alto el ánimo del grupo.
¿Qué ingredientes tiene esa fórmula exitosa? ¿Qué enseñanzas deja para otros deportes donde nos cuesta ganar? ¿De dónde sacaron los jugadores tanques de combustibles extra para superarse a sí mismos? Por el río Paraná venían navegando las respuestas. Y Viva las fue a buscar.
De repente acechó el peligro: el fotógrafo que hacía las tomas para esta nota quedó en el camino del meteorito. Un objeto contundente hacia él a 130 kilómetros por hora. De milagro, una jugadora le pegó el grito universal: “¡Correeeteeeeee!”. Y entonces sí, ahora podemos contar esta historia.
Trabajo, luego existo
Federico Eder maneja la combi de un centro asistencial de niños discapacitados. Se gana el sustento con la fuerza de sus brazos: baja a los chicos de la camioneta, los ayuda a comer, los sube a colchonetas para tareas de estimulación y los lleva al cambiador. Sus músculos no necesitan aparatos de gimnasio, tienen tonicidad suficiente para lanzar una bola de sóftbol hasta las nubes.
Y no es metáfora: en la final del Mundial, cuando los japoneses estaban a punto de anotar la carrera decisiva, recogió una pelota bateada con fuerza en su segunda base, mató al que venía, saltó, giró en el aire como un trompo y arrojó la bola con precisión y velocidad extrema hacia la primera base de Manuel Godoy, que al atraparla produjo también la matanza del bateador. El japonés había asestado un palazo y confiaba en ganar el partido, sin imaginar la hazaña que iba a lograr Federico.
Cuando vio la jugada, llamada Doble Play, porque deja fuera de carrera a dos rivales, el relator de la televisación oficial gritó en inglés algo así como “¡¡¡me estás jodiendo!!!”. Federico se va a tatuar esa frase en el brazo mágico, porque hizo algo casi imposible.
“Yo nací prácticamente en una cancha de sóftbol, porque mis padres se conocieron jugando y desde chiquito me llevaban a los entrenamientos. Toda mi infancia está llena de esos recuerdos”, evoca Federico.
Su cuñado, Iván Sakcs, con aguja y buena vista, sabe darles las 96 puntadas con hilo de cuero a las únicas pelotas reglamentarias que se fabrican en el país, amarillas como el Patito Sirirí, un emblema de esta ciudad costera. Iván no sólo trabaja de operario: ya es campeón mundial juvenil, juega de catcher y de segunda base en la primera del club Don Bosco, colaboró con equipos de mujeres y quiere llegar al seleccionado mayor.
En Vialidad provincial trabajan dos campeones del mundo. El capitán, Bruno Motroni, escribe comunicados sobre el estado de las rutas y evacúa consultas en la oficina de prensa. Y Manuel Godoy, el que atrapó el pase de Eder en la Doble Play, es uno de los encargados de pagar los viáticos al personal. “Cuando bateó el japonés, yo me agarré la cabeza, porque pensé que ahí perdíamos la final, pero Federico inventó eso, conseguimos esa doble matanza y concretamos los tres outs para evitar que los japoneses anotaran. Fue la resurrección. Ahí validé eso de que los sueños más difíciles son posibles de lograr si uno se prepara y lo intenta”, se emociona Manuel, 31 años, instructor de infantiles de 6 a 10 años que juegan en Patronato.
Su rutina desde hace tres años es entrar a la oficina a las seis de la mañana, controlar rendiciones de gastos y liberar depósitos bancarios, volver a casa a las 14 para una siesta breve, entrenar en el gimnasio, dar consejos a los chicos y ayudar a la construcción de la cancha de sóftbol que encaró el club.
“Para la alta competencia tenemos una licencia deportiva de 60 días, pero a veces las giras o los torneos nos demandan más tiempo y entonces usamos nuestras vacaciones para poder representar al país”, cuenta orgulloso.
Huele a Francia en la peatonal San Martín de Paraná. Y más en la perfumería Chez Juan, donde atiende un muchacho simpático e hiperactivo desde las 7 de la mañana. Es Román Godoy Herbel, uno de los tres lanzadores de los campeones del mundo. Y relata: “De chico tuve un problema en la espalda, pero eso me ayudó a fortalecerme. Hice más abdominales que Charles Atlas en 72 carreras, porque si no me mantengo bien, no puedo tirar. El lanzamiento requiere un gesto de mucha fuerza y eso me exige el doble en la parte física, pero por suerte el entrenador de la Selección, Kevin Bolzán, me ayuda en la preparación de una rutina diferencial”.
Bolzán es preceptor de la “José María Torres”, primera escuela normal de la Argentina. Supervisa un recreo donde alumnas y alumnos comparten juegos.
“A mí me contaron que la leyenda del sóftbol en Paraná comenzó con un puñado de profesores de Educación Física que eligieron enseñar ese deporte en vez de fútbol o hándbol y que eso prendió en varias generaciones. Yo también soy profe acá y espero retomar pronto ese camino”, anuncia Kevin, que jugó en la Selección entre 2007 y 2010. Su papá, Oscar Bolzán, fue el primer lanzador argentino que compitió en los Estados Unidos.
Kevin señala otra fortaleza de los campeones: hace cuatro años se cambió el paradigma de entrenamiento, que se hizo mucho más exigente y específico, cinco días a la semana, tres con énfasis en el gimnasio y dos en la pista: “Además, se mejoraron los cuidados en la alimentación y se intensificó la resistencia. Hay que pensar que estos jugadores explotan en 18 metros que hay entre una base y otra y tienen que reducir al mínimo el riesgo de desagarrarse”.
¿Dio resultado? “Claro –dice Kevin–, tenemos un jugador, Alan Peker, que en la pista de atletismo de la ciudad le gana a los velocistas en 100 metros llanos”.
En cuanto a la logística, no hay detalle que se le escape a Javier Martínez, cuya camioneta parece una casa de deportes, llena de camisetas y gorritas. “Lo que conseguimos es fruto de una larga preparación. Fuimos a Nueva Zelanda, que es potencia, y hablamos con los Menotti y los Bilardo del sóftbol de allá. Pulimos falencias del grupo, malos entendidos, hábitos que molestaban a algún compañero. Entrenamos a campo traviesa y ahí nos conocimos el alma. Después de eso, a los pibes les salía fuego de los ojos”, relata Martínez.
Asuntos de familia
Gustavo Godoy, tercera base, es el hermano de Manuel, el que ocupa la primera base. Llevan nueve años juntos en la Selección. “Nos entendemos por señas con mi hermano, estoy atento a sus movimientos, disfrutamos mucho. Cada partido que me toca con él tiene un sabor especial. Y haber logrado juntos lo que soñamos desde chiquitos es una maravilla de la vida”, considera el más experimentado, que de 7 a 13 trabaja en la Obra Social provincial.
Arrancó el año con la idea de retirarse, pero al experimentar los cambios que renovaron la vitalidad al equipo, decidió darse un tiempo más: “Tengo dos hijos chicos y cada vez me cuesta más viajar, pero como el próximo torneo clasificatorio se juega acá en Paraná, con nuestra gente, sería lindo despedirme ante los nenes, sería una motivación extra que puedo aprovechar”.
El más joven entre los campeones del mundo es Gian Marcos Scialacomo, 20 años, ejemplo de cómo sobreponerse a dificultades. “Tengo diabetes desde los 12 años y un día le dije a mi mamá: ‘Tengo miedo de no jugar más’, pero seguí adelante, con los cuidados del caso, y hoy no puedo creer ser campeón del mundo”. El técnico Julio Gamarci lo destaca: “Acá lo quieren mucho, se integró perfecto con los más grandes, que lo cuidan y le hacen bromas. Imaginate, es insulinodependiente y le dicen Sugar”.
Frente al río, en el casino del hotel Howard Johnson Mayorazgo trabaja Mariano Montero, el jardinero izquierdo de la Selección. Lleva 11 años en el equipo nacional y 15 en las salas de juego, aquí y allá siempre atento a la bola.
“Los jardineros somos los defensores más alejados, por eso necesitamos buena velocidad para recoger las pelotas que batea el rival y fuerza de brazos para devolverlas lo antes posible al cuadro de juego. A veces termino cansado en el trabajo, pero esa necesidad de estar bien físicamente y con reflejos a pleno me mantiene a tono”, describe Mariano, hijo de César El Chivo Montero, que estuvo en la primera gira de la Selección.
El tejido familiar es clave en el desarrollo del sóftbol en esta ciudad donde se come más pacú que bife de chorizo.
El ideólogo del juego, él único que ve a todos los jugadores de frente en el partido es Bruno Motroni, considerado hoy el mejor catcher del mundo. De sus señas con los dedos desde la entrepierna depende el lanzamiento del pitcher y el movimiento defensivo de su equipo. Lleva 10 años como capitán, pero ahora cederá la responsabilidad al compañero que resulte más votado.
“Soy periodista deportivo, aunque me hice hincha de Vélez por error, porque de muy pibe vi un partido por televisión y pensé que jugaba el Sportivo Urquiza de Paraná, que tiene la V azul en el pecho, jaja. Por suerte, cuando salimos campeones, conseguí que José Luis Chilavert nos mandara un saludo por Twitter”, recrea. Ellos sí que lo han ganado todo.
Sobran las muestras de entrega por el equipo. La Selección tiene incluso un jugador importantísimo que es zurdo pero lanza con la derecha. “En mi infancia casi no había guantes para la mano izquierda y yo quería jugar sí o sí, porque estaba enamorado de este deporte, así que aprendí con la otra. Fue un desafío y pude superarlo”, explica Juan Potolicchio, de los pocos que no nació aquí, sino en Esperanza, provincia de Santa Fe.
Pelotas chicas, pelotas grandes
El esquema de colaboración familiar se mantiene también en la fábrica de pelotas South Argentina, creada hace 20 años por los hermanos Sergio y José Sacks con la idea de mejorar el nivel de la competencia y no depender de que alguien viajara para conseguir bolas importadas.
La tradición marca que cada equipo pone una pelota nueva para que se juegue el partido. Y como antes no se conseguían tan fácilmente, a veces se jugaba con una pelota impecable y otra desgajada, y el juego era demasiado irregular.
“En la primaria bateábamos con palos de escoba. Llevamos el sóftbol en la sangre. Empezamos a hacer pelotas por hobby, porque no existían ni las de seguridad para los chicos, que son más blandas, para que no se lastimen. Antes de eso, se traían de Estados Unidos, pero cuando se gastaban, chau, no servían más. El problema era sustituírlas”, reconstruye Sergio, actual jugador categoría Veteranos.
Con José desarrollaron una técnica mediante la cual el cuero de cobertura queda pegado al núcleo de poliuretano, una vez untado de adhesivo y llevado unos instantes al horno. “Eso hizo que las pelotas no se rompieran ante el primer golpe y fue un éxito”, enfatiza, mientras su hijo Iván –el campeón mundial juvenil– cose y Ludmila –esposa de Federico Eder, el héroe de la Doble Play– atiende al público. Los Sacks son una familia 100 por ciento softbolera.
Hoy, la fábrica produce 900 pelotas mensuales que abastecen los torneos oficiales, porque fueron aprobadas por su calidad. “Las de afuera son más caras y se rompen, éstas en cambio permitieron elevar la precisión en el juego”, subraya Sergio, mientras empuña las costuras elevadas de una bola con la inscripción: “Paraná, Capital Nacional del Sóftbol”.
La receta
El técnico Julio Gamarci evita salir en las fotos, porque opina que el mérito mayor es de los jugadores. Pero en una charla de dos horas muestra la fórmula que llevo a la Selección Argentina a la cúspide mundial: “Fue cambiar la cabeza. Al espíritu amateur le sumamos madurez mental. Entendimos que llegar al máximo que uno puede dar es más importante que vencer al equipo rival. Combinamos también jugadores de experiencia con piernas jóvenes. Sumamos meditación, buena organización, compromiso con los compañeros y el concepto de la importancia de la construcción intergeneracional, es decir que la camiseta no es tuya, sino que perteneció a los pioneros, a los fundadores de esta pasión, y que ellos entregaron el testimonio a la generación siguiente, y que ésta a su vez tuvo la responsabilidad de entregarlo mejor aún, como en una carrera de postas. Pero todo guiado por un nuevo manejo de las emociones. Ganamos porque pudimos dominar el juego mental”.
De niño, Gamarci armaba pelotas de papel mojado y compactado, que cubría con medias can can descartadas por su madre. Luego las cosía a mano y se iba a la escuela a las 7 de la mañana, un rato antes del dictado de las clases, para poder jugar. No había helada ni escarcha que lo frenara.
Agregue un Comentario