El espía ruso-británico Sidney Reilly y el primer James Bond del cine, Sean Connery.
Recorrió el mundo al servicio de la corona británica en misiones secretas que ayudaron a consolidar la hegemonía del país en el mundo, con un estilo de derroche, sensualidad y elegancia; nacido en Odessa, había intentado matar a Lenin.
“Mi nombre es Bond, James Bond”. El célebre agente secreto británico quizás nunca hubiera visto la luz del día si no fuera por un aventurero de verdad, Sidney Reilly, que espió para Su Majestad a principios del siglo XX.
Menos conocido que el espía de la pantalla grande, Reilly fue quien sirvió de inspiración al escritor británico Ian Fleming a la hora de dar vida a James Bond en su primera novela, Casino Royale, el punto de partida de una saga que pasó al cine, y que sigue batiendo récords en cada nueva misión contra el villano de turno en los confines más exóticos.
Reilly nació en 1873 en la ciudad ucraniana de Odessa, que entonces integraba el Imperio Ruso. Y no se llamaba Reilly, sino Sigmund Rosenblum. En algún punto cambió su nombre ruso por el irlandés con el que sería conocido, quizás luego de enrolarse en la inteligencia británica, cuyo gobierno tenía colonias e intereses en todos lados.
Comerciante, agente secreto, mujeriego, Reilly hacía todo a lo grande, por partida doble, triple o todavía más. Tenía dos nombres, ruso e irlandés; dos oficios, empresario y espía; dos países, Rusia y Gran Bretaña. Hablaba cuatro idiomas: inglés, ruso, francés y alemán. Tuvo cuatro esposas –algunas en simultáneo-, una amante en cada puerto, y sin duda un gran número de enemigos, debido a su desdoblada personalidad y su oscura profesión.
Los biógrafos de Reilly, que también fueron varios, tuvieron buena materia prima sobre la cual trabajar. Porque no faltaron sobresaltos a una trayectoria que lo llevó a la selva del Amazonas, a la guerra ruso-japonesa, a la Alemania enemiga de la Primera Guerra Mundial y a la naciente Unión Soviética, que por cierto trató de tumbar con un golpe de Estado.
Donde pasaba algo, donde había acción, donde asomaba el peligro, estaba Sidney Reilly. Y eso que no tenía el Aston Martin con el que se desplazaba su sucesor imaginario, James Bond. Se sabe también que lo que le sobraba de iniciativa y ambición le faltaba de contención y escrúpulos, porque en sus travesías mezclaba el espionaje con negocios turbios, potenciando el peligro y allanando el camino a la leyenda.
Según el sitio especializado History of Spies, “mientras estuvo al servicio de Inglaterra, la verdadera lealtad de Reilly fue para consigo mismo y su cuenta bancaria. Llegaría a cualquier extremo para cumplir la misión más peligrosa con tal de mejorar su posición y, de ese modo, incitar a sus superiores a volver a recurrir a él”.
Así lo decía un antiguo agente del Servicio de Inteligencia británico: “Reilly era muy, muy bueno, un poco sinvergüenza (…) Pero como agente, era magnífico”. Si algo no tenía de secreto eran sus ingresos al margen de la ley.
Se puede entrever por qué quería abultar sus ingresos. Reilly se rodeaba de mujeres, vestía trajes elegantes y jugaba en los mejores casinos, como haría más tarde el arquetípico 007. Junto al exotismo de los sitios y los intrigantes eventos de los que participó, el nombre de Reilly trascendió por su vida de lujos y sensualidad, quizás la contracara vital de una existencia que destilaba adrenalina y desafiaba la muerte. El carpe diem del espionaje.
Pero su estilo de vida y sus aventuras mezclan verdades, exageraciones e invenciones de su cosecha. Reilly tenía a todos confundidos, como los tiene al día de hoy a quienes quieren adentrarse en sus recuerdos. ¿Sería para despistar a los malos y no dejarse atrapar sin razón?
Ni siquiera su mujer sabía cuáles de los negocios y conspiraciones que le relataba eran dignas de crédito. Como decía una cosa, decía la otra. En distintos momentos afirmó ser hijo de un capitán de navío, de un clérigo irlandés y de un terrateniente ruso. De ahí en adelante, desde el nacimiento, cualquier fábula era posible.
Según comentó en una entrevista Benny Morris, uno de sus biógrafos, “el propio Reilly solía desparramar historias sobre sí mismo. Algunas pueden haber sido ciertas, otras no. Es muy inusual para un espía hacer eso. Hablaba de sus éxitos, no sé si también de sus fracasos. Y algunos de sus éxitos podían no ser reales. Algunos sí sabemos que son reales, están documentados”.
A los tiros en el Amazonas
Una de sus primeras aventuras habría sido en el Amazonas, en una época, finales del siglo XIX, donde adentrarse en esa densa vegetación era una invitación a la muerte. Selva cerrada, enfermedades infecciosas, arañas, anacondas, pirañas, nativos hostiles, aventureros rivales… Salvarse de una cosa era caer en la siguiente.
Reilly al parecer estaba viviendo en Brasil cuando fue contratado como cocinero por exploradores británicos. Todo marchaba bien hasta que cierto día el grupo se enfrentó con nativos de la zona (“caníbales”), quizás malhumorados de encontrarse con un puñado de blancos merodeando en su territorio. Pero Reilly salvó el día sacando a tiros a los indígenas, y así el cocinero pasó a ser un guerrero, en una exhibición de coraje y de manejo de las armas que le ganó la gratitud de los demás.
Reilly volvió con ellos a Londres, donde gracias a la recomendación de un miembro de la expedición entró como informante de la red de inteligencia de emigrados de Scotland Yard, que se interesó por los amplios contactos de Reilly entre emigrantes judíos rusos y europeos, una valiosa fuente de información sobre política extremista y revolucionaria. Luego pasó a servir en la Sección Extranjera de la Oficina del Servicio Secreto Británico.
A lo largo de los años informó sobre los avances petrolíferos rusos en Bakú, el progreso del ferrocarril transiberiano, la ayuda holandesa a los bóers sudafricanos y las fortificaciones navales rusas en Manchuria. Se disfrazó de sacerdote en la Riviera Francesa para acceder a una embarcación y a bordo convenció al titular de la concesión del petróleo persa, William Knox D’Arcy, para que vendiera concesiones a Gran Bretaña y no a la feroz competencia francesa. Tenía dotes de actor.
El punto culminante de esas misiones serían sus planes de golpe en la Unión Soviética, con un primer intento en 1918, meses después de la revolución que lideró Vladimir Lenin. Reilly detestaba el comunismo y los comunistas, y ver que ese sistema que él consideraba lo peor de lo peor tomaba el timón de su país le resultaba intolerable: destruir el proyecto pasó a ser el objetivo definitivo de su alocada carrera, su obra cumbre.
En su libro de memorias, Adventures of a british master spy, que completó su esposa y fue editado después de su muerte, cuenta sus primeros intentos por desmantelar al nuevo gobierno y dejar atrás la nociva novedad bolchevique. Su sueño era sacar al país de ese trance inconcebible e incorporarlo de una vez al liberalismo europeo.
“Aquí, criminales de todo tipo, nombrables e innombrables, están preparando una guerra impía de venganza contra la civilización, que solo ha perdurado reprimiéndolos”, reflexionaba en medio de su agitada crónica en suelo ruso.
“Los pervertidos mentales del mundo, en el extremo de su rabia contra las fuerzas que los han mantenido encadenados durante tanto tiempo, han declarado abiertamente la guerra a todo lo que el mundo ha sido enseñado a considerar puro, correcto y noble. Si la civilización no se mueve primero y aplasta al monstruo, mientras aún haya tiempo, el monstruo finalmente arrollará a la civilización”, agregaba.
Al final el comunismo no arrolló a la civilización, como temía Reilly, pero sí lo arrolló a él. Junto a otro agente igual de lanzado fallaron en un intento de matar a Lenin, tras lo cual fueron condenados en ausencia. Pero los servicios de inteligencia soviéticos lograron atraerlo una vez más a territorio ruso, en lo que sería su último viaje. Fue detenido y ejecutado.
Reilly sobrevivió en biografías, series y documentales, y se ganó el título del “As de Espías”. Quién sabe si su vida dinámica y glamorosa no habrá facilitado el alistamiento de futuros agentes británicos al servicio de Su Majestad, de nuevos espías que lo tuvieran de ídolo. Y es acá donde James Bond, su mejor discípulo, toma el relevo.
El oficial de marina Ian Fleming se hizo tiempo, trabajando en la Inteligencia Naval durante la Segunda Guerra Mundial, de leer en los archivos las hazañas de un espía con nombre en clave ST1, nada menos que Sidney Reilly. Se dice que Fleming tomó también rasgos de otras personas, e incluso de él mismo. Pero el impacto del espía ruso de nombre irlandés, del dandy fabulador, sería insuperable.
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