Por Carlos Saravia Day
Entre los antiguos grecorromanos la manifestación democrática más expresiva fue siempre la de los comicios.
Las Leyes Lisinia y de Tulio declaraban enemigo del pueblo a los que con dinero traficaban el voto. En Roma los políticos eran más elásticos, ya que la ley lo único que no toleraba era el pago al contado; así también el sorprendido podía salvarse a la manera de permuta isocratica, a la que llamaron con ironía “compensación de la estafa legalizada”.
Antes de las elecciones los candidatos debían presentarse vistiendo la “toga cándida”, que simbolizaba por su albura la pureza de quién la vestía. No tenía bolsillo, lo que denotaba honradez, y la espalda del candidato quedaba al descubierto para mostrar sus meritos y no disimular su cobardía: las heridas recibidas de frente y no en la espalda.
El pasado está siempre dispuesto a tornar y vuelve a desarrollarse como una película que retrocede. Es muy peligroso convocarlo, porque acude al punto, tal como al conjuro del espiritista el espíritu invocado.
Hoy se busca el hombre: “Ecce homo”. He ahí el hombre, como titulara Nietzsche. Sin embargo identificar al hombre es la tarea más difícil del elector.
Los fariseos no lo advirtieron: vieron en Jesús un sacerdote de una religión oriental. Los romanos lo consideraron un hombre de segunda clase, exento de la ciudadanía.
No sé quién dice que “la historia es la suma de errores”.
Carlyle sostiene que es la suma de las biografías de los grandes hombres, claro que el asunto está en descubrir en el momento de la elección al grande hombre. La democracia es posible que sea la historia política de la peripecia del juego del acierto y del error.
El hombre común, claro, está que no aspira a ser candidato, solo aspirar a votar a un candidato a su gusto, y así anda, como Diógenes, antes con linterna, ahora con lupa, buscando al candidato.
El votante común es ya viejo, más viejo que el sufragio, secreto, universal y obligatorio. Ha atravesado dudas, turbulencias y cuando no, casos de conciencia, y porque no decirlo, largas épocas de obligado retraimiento, donde sintió cancelada su posibilidad de votar.
Las generaciones nuevas sufren hoy de incurable y justificado escepticismo como resultado del nomadismo actual de los candidatos y de la falta de firmeza en el pensamiento. Anibal Ponce en su libro “La Vejez de Sarmiento” puso estas palabras: “Hay cosas que los jóvenes no perdonan jamás en los maestros: la contradicción en el pensamiento y la inconsecuencia en la conducta”.
Es la doble inspiración decisoria en el acto del sufragio. Ideas claras y distintas, como ya lo anunciara Descartes, y además, consecuencia entre lo que se dice y hace como testimonio.
Hay gente que justifica como progreso las sucesivas rectificaciones, y atan a la evolución de las ideas las banderas tornasoladas del tránsfuga. El que piensa así, lo hace de buena fe porque siempre se ha estado rectificando. Pero quien está de vuelta de todas estas flexibilidades de conciencia, porque da la casualidad de que todos estos trueques se producen como compensación conlas ganancias. Ninguno de estos evolucionistas, como el “arbolito”, cambia para perder. Su lema bien podría ser el de la novela clásica “Cambiar para mejorar”.
El error de estas últimas décadas ha consistido en estimular el apasionamiento político como un deber.
Lo que al principio fue la política de las ideas, se degradó en la política de eslóganes y consignas.
Cuando faltan a los partidos diferencias que los justifican para competir legítimamente, tienen que inventarlas, disfrazando así una política subrepticia de intereses y ambiciones personales.
A las políticas de ideas sucede una política de cosas y de hombres, y el votante se convierte en cliente.
La política es una actividad tan compleja, lo dice Ortega y Gasset, y contiene tantas operaciones parciales que es difícil definirla sin dejar afuera ningún ingrediente. En sentido perfecto nunca se la encuentra. Para algunos, es astucia y tacto en las captaciones de voluntades, actividad necesaria para adquirir el poder; esta es una actividad indispensable y primaria.
Una vez obtenido el poder a través de los comicios, en un agudo ambiente de polémico contraste la política significa ejercerlo, desde la responsabilidad del respeto al adversario. La política ya no es agonal, es decir, lucha por el poder, sino arquitectónica, lo que significa construcción, respetando y dando lugar al adversario, que a través del turno electoral rotativo se prepara para gobernar.
Otros dirán que la política no es nada de esto, sino un buen sentido administrativo como en una industria o en una compañía financiera. Tampoco su campo puede ser reducido a la moral exclusivamente, donde resulta suficiente el decálogo mosaico.
Simplemente la actividad política, consiste en saber que se puede hacer con la nación desde el Estado. Son los partidos políticos los que deben exhibir ideas “claras y distintas”. Hoy los dos partidos peronistas están indiferenciiados en sus ideas, y oscurecidos por ambiciones personales; en tanto la oposición, vegeta descoyuntada y sin banderas.
La palabra política, quizás la más ilustre de occidente, queda reducida a términos de contumelias.
Esta nota forma parte del libro de Carlos Saravia Day “Notas desparejas” publicada con el título “El candidato”. Ante la notable vigencia del contenido y en virtud de la coyuntura política, su autor modificó aquel título para esta circunstancia.
Agregue un Comentario