La presidenta de Madres de Plaza de Mayo falleció este domingo a los 93 años.
Hebe de Bonafini, titular de Madres de Plaza de Mayo, el organismo que le plantó cara a la última dictadura militar en pleno terrorismo de Estado, en 1977, y que reveló años más tarde los horrores del “proceso”.
La asociación le dio entidad internacional y valor de lenguaje cotidiano a una nueva y trágica figura del violento mundo político argentino, la del “desaparecido”; el grupo de mujeres que, con un pañuelo blanco en la cabeza, impidió en 1983 una retirada decorosa del poder militar, que había dictado una ley de autoamnistía para ocultar y alejar de todo proceso judicial a sus miles de asesinatos.
Fue una mujer que despertó fervores y rechazos. Le llamaban “La Roca” por su terquedad, su obstinación, su intransigencia, sus desplantes, su franqueza, su lenguaje llano y brutal, sus arranques que la colocaban siempre al borde de la perturbación. Vivió una tragedia personal inmensa, la desaparición de sus dos hijos y la de su nuera, a manos de los centuriones de la dictadura; y convirtió ese dolor privado en un dolor colectivo, le dio a su drama y al del resto de las madres, una dimensión social como nunca antes tuvo un drama en la Argentina.
Bonafini hizo incluso algo más: por propia decisión, y sin muchos más fundamentos que los que le dictaba su tragedia personal, quitó toda autoridad moral a los gobiernos democráticos del país en los últimos treinta años hasta que, seducida por el ex presidente Néstor Kirchner, adhirió al gobierno con la furia de los conversos, mientras se ponía al frente del programa “Sueños compartidos”, un plan de viviendas que manejó al menos mil doscientos millones de pesos y por el que terminó acusada de corrupción y envuelta en un escándalo cuya investigación y aristas judiciales está en manos de la Justicia federal.
Fue en estos últimos años en los que su figura perdió prestigio internacional y adhesión popular en el país. Coincidió también con sus exabruptos más violentos por los que llegó a valorizar la tremenda lucha armada de los años 70, a incitar a los adolescentes a “la rebeldía y al combate”, a celebrar el atentado contra las Torres Gemelas, a ensalzar la guerrilla vasca ETA, la del mexicano Ejército Zapatista y la de las FARC de Colombia, a organizar un juicio popular a la prensa, a calificar de “turros” a los jueces de la Corte y a amenazar con tomar el Palacio de Justicia y a denigrar la elección del cardenal Bergoglio como Papa para luego, en coincidencia con el giro del Gobierno, enviarle una elogiosa carta personal en julio de 2012 y visitarlo para rogar su perdón en mayo de 2016.
Impulsó, a su modo, la instauración de un estado revolucionario que sabía imposible, que borrara para siempre el sistema y las leyes que le daban cobijo a su prédica, a la organización que presidía y, con el kirchnerismo, a su propia cuota de poder personal; encarnó también otro imposible: proyectó, proclamó y pretendió encarnar lo que, pensó, sería hoy la lógica y las ideas de sus hijos asesinados y las del resto de los “desaparecidos”.
Bonafini nació en Ensenada, en el barrio El Dique, el 4 de diciembre de 1928. Hija de un español planchador de sombreros y de una argentina ama de casa, creció en un hogar humilde del que habló siempre con inocultable orgullo. Casi sin educación formal más allá de la primaria, se ganó la vida desde muy joven confeccionando ponchos y otras prendas en unos telares que, solía decir, le hicieron conformar una especie de cooperativa junto a otras mujeres tejedoras. Muy joven también, a los 14 años, se puso de novia con Humberto Bonafini, que tenía 17 y sería su esposo durante treinta y tres años. Se casaron, después de seis años de noviazgo, el 12 de diciembre de 1949 en la iglesia San Francisco de La Plata, tuvieron tres hijos, Jorge, Raúl y Alejandra, y fueron un arquetipo del modelo del primer peronismo: ascenso social y económico de los sectores más humildes, posibilidad de ahorro y de compra de la casa propia, hijos en la universidad, con llegada a un nivel educativo que le había sido negado a sus padres.
Ya convertida en Hebe, la luchadora por los derechos humanos, Bonafini repetía que hubiese sido para siempre “Quica” Pastor, un ama de casa común, de no mediar la desaparición de sus hijos y de su nuera. Jorge Bonafini, un estudiante de física de 26 años, fue secuestrado el 8 de febrero de 1977. Durante semanas, su madre recorrió comisarías y cuarteles con algo de comida y una muda de ropa, sin imaginar la verdad, de la que supo luego en contacto con otras madres. El 30 de abril de 1977, ese todavía pequeño grupo de apenas catorce mujeres, con su fundadora Azucena Villaflor de Devincenti a la cabeza, hizo su primera ronda en la Plaza de Mayo. Se juntaban porque querían que las recibiera el dictador Jorge Videla y como la policía las obligaba a “circular”, regía el estado de sitio, empezaron a dar vueltas alrededor de la Pirámide. Una semana después, Bonafini se unió a ellas. Marchaban los viernes hasta que una madre sugirió que ese era “día de brujas”. Y eligieron los jueves.
El 6 de diciembre de ese año, fue secuestrado su otro hijo varón, Raúl, estudiante de Ciencias Naturales de 24 años. Dos días después, un comando de la Armada secuestró a un grupo de madres en la Iglesia de la Santa Cruz y a dos religiosas francesas, Alice Domon y Leonie Duquet, y dos días después, en Avellaneda, fue arrebatada Azucena Villaflor: todas fueron asesinadas en la Escuela de Mecánica de la Armada.
Bonafini se convirtió entonces en titular de las Madres, que todavía no tenía entidad de asociación. Su carácter y su decisión la hicieron líder y le imprimieron su impronta a aquel puñado de mujeres desesperadas que, durante el Mundial 78, revelaron a la prensa extranjera parte de los horrores de la dictadura. Un mes antes del torneo, había sido secuestrada María Elena Bugnone, la mujer de su hijo Jorge. Poco a poco, las madres dejaron de ser “viejas locas”, como las había definido el poder militar; el nombre de la agrupación empezó a escribirse con mayúscula; los pañuelos blancos en la cabeza, que primero fueron pañales en una marcha a Luján en 1978, se convirtieron en un símbolo de la resistencia, y la asociación, con fuerte apoyo popular, pasó a ser cuestionadora del poder militar y, de alguna manera, su incómoda y pertinaz conciencia.
Ya en democracia y bajo la mano férrea de Bonafini, las Madres se opusieron a dar testimonio ante la CONADEP, cuestionaron la política de derechos humanos del gobierno de Raúl Alfonsín y sus leyes de Punto Final y de Obediencia Debida, no aceptaron ninguna reparación económica estipulada por la Ley 24.411, rechazaron la instauración de la figura del “detenido desaparecido” que fijaba otra ley, la 24.231, reclamaron la aparición con vida de quienes sabían asesinados y renunciaron a recobrar sus cuerpos y darles sepultura.
Esa postura afectó también a otros organismos de derechos humanos y llevó a la división de Madres: en 1986 nació Madres Línea Fundadora que llegó a cuestionar la “falta de democracia interna y el autoritarismo” de Bonafini en el manejo de la Asociación, que se prolongó durante más de tres décadas.
En 2006, la política de derechos humanos de Néstor Kirchner, su decisión de derogar las leyes del perdón dictadas por Alfonsín, la reanudación de los juicios a los represores de los años 70, la instalación del Museo de la Memoria en la ex ESMA y el devenir de antiguos guerrilleros en funcionarios y legisladores, hizo que Bonafini expresara: “Ya no tenemos un enemigo en la Rosada”.
Ese año, Madres y Abuelas dejaron de celebrar la anual “Marcha de la Resistencia”, que nucleaba a miles de personas a lo largo de veinticuatro horas. Las altas torres que Bonafini alzó en 1977 fueron en cierto modo desmanteladas: “Estamos viejas”, dijo a modo de justificación. Su fervor resistente se trasladó a una defensa a ultranza del gobierno de Néstor Kirchner primero y de Cristina Fernández después, fervor del que quedaron como testimonio frases ya célebres con el sello inconfundible de su creadora, los millones del programa Sueños Compartidos, hasta que el Gobierno decidió quitar a las Madres su manejo en julio de 2011, y el decreto de junio de 2010 firmado por la Presidente que “autoriza la creación” de la Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo, un proyecto que ya tenía diez años de vigencia y del que terminó haciéndose cargo el Estado.
En 2012, apoyó en forma abierta el ascenso a teniente general de César Milani, un militar cuestionado por los organismos de derechos humanos por su actuación durante la dictadura, cuando era un joven oficial. Bonafini reporteó a Milani para la revista “Ni un paso atrás”, de las Madres de Plaza de Mayo y desechó las críticas de sus pares, que la cuestionaron, con una frase terrible que hacía referencia al cobro de las indemnizaciones por los desaparecidos: “Ellas vendieron la sangre de sus hijos”.
La entrevista, un tanto naif, al luego jefe del Ejército, fue el sello aprobatorio de Bonafini y de su entidad al ascenso de Milani. No fue, como podría haberse pensado, un intento de reconciliación de las Madres con parte de las Fuerzas Armadas, sino un deseo personal de Bonafini de seguir los dictados de la Presidente. Con el punto final al reportaje, el amplio arco moral que Bonafini exhibió a lo largo de su vida, quedó cerrado. Milani terminó por pedir el retiro del Ejército en junio de 2015, cercado por las denuncias por violación a los derechos humanos.
Fue también una feroz opositora al gobierno de Mauricio Macri a quien hizo blanco de sus críticas más furiosas e insultantes. Fue la asunción de Macri a la presidencia, en diciembre de 2015, que Bonafini vivió como una derrota personal, la que la despojó de los últimos vestigios de sensatez y de prudencia. En discursos y declaraciones cegados por la furia, llegó al insulto personal, a la afrenta pública, a proponer incluso el derrocamiento de Macri por cualquier medio. En el final de su vida, aquella luchadora contra los golpes de Estado, tornó a impulsarlos.
En mayo de 2016 visitó al papa Francisco, contra quien había lanzado también una larga ristra de acusaciones e insultos en 2013, cuando el cardenal Bergoglio fue electo pontífice. El giro de Bonafini hacia la figura del Papa coincidió con la idéntica voltereta del entonces gobierno de Cristina Kirchner y se vistió luego con el traje de la devoción personal. Tras el abrazo en Roma con el Papa, y con la misma laxitud moral con la que cerró el círculo con Milani, Bonafini admitió: “Con Francisco nos equivocamos como nos equivocamos con Néstor”, por Kirchner. Es de suponer que el Papa juzgó conveniente creerle.
En marzo de 2017, un día antes del 41° aniversario del golpe de 1976, Bonafini selló el destino de Madres de Plaza de Mayo y, en gran medida del prestigio internacional del que gozaba la entidad: “Somos –dijo– una organización política y nuestro partido es el kirchnerismo”. En el mismo acto criticó a Estela de Carlotto por firmar un acuerdo con la gobernadora de Buenos Aires, María Eugenia Vidal, a quien calificó de “asesina”.
Contradictoria, extravagante, polémica, admirada y detestada casi por igual, absurda a veces, osada siempre, con Hebe Bonafini muere parte de una época y de un estilo políticos que marcó en cierto modo la vida del país.
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