Por Fernando Iglesias
Fue hace exactamente cinco años. Y para los argentinos fue uno de esos momentos -como el asesinato de Kennedy o el ataque a las Torres Gemelas para los norteamericanos- en que la Historia con mayúscula se tocó con la historia con minúscula, la personal. ¿Dónde estabas cuando el cardenal Bergoglio se transformó en el Papa Francisco? Yo estaba -azares del destino- en las oficinas porteñas de Alitalia, intentando que me cambiaran un pasaje a Roma que se me había vencido. Y entonces, desde el fondo de una sala en la que había varios escritorios con oficinistas mirando pantallas, uno de ellas gritó «¡Es Bergoglio! ¡Es Bergoglio!», y el mundo ya nunca más fue igual.
El reino de Francisco en esta Tierra empezó hace cinco años, y Francisco lo empezó bien. Con humildad. Hablando de los pobres. Pidiendo que rezaran por él. Eligiendo -él, un jesuita, el orden más político y menos espiritual de la Iglesia- el nombre del más santo de los santos católicos: San Francesco d’Assisi. No temo decirlo: Francisco tocó mi corazón. En lo personal, porque el último y mejor de mis siete años de residencia en Italia lo pasé en la maravillosa Gubbio, el pequeño pueblo de los abuelos de Frondizi donde Francisco encontró y amansó con simples palabras al sanguinario hermano lobo. En lo general, porque la elección de Francisco era -pensé- la elección de tres valores que necesitamos como el agua a nivel global: la opción por los pobres, en un mundo donde aumenta la desigualdad y los autoritarismos que crecen con ella; el amor por los animales y la naturaleza, en una mínima nave azul a la deriva que está en peligro de supervivencia gracias a la desaprensión humana; y la defensa de la paz, en una Tierra donde proliferan los «locos con carnet» de Serrat y en donde el armamento nuclear ya es suficiente para acabar varias veces con la vida en el planeta.
A mis amigos progres italianos, vírgenes de peronismo, Francisco les encantó. Y a mí también, lo admito. Por un momento creí que Bergoglio -hasta entonces, un decidido opositor al kirchnerismo- iba a desempeñar un rol de limitación de los abusos K en nuestro país y, más importante, a ser un líder espiritual global ecumenista, pluralista, con un rol progresista a jugar en el escenario internacional. Dos años luego, la encíclica Laudato si’ pareció darme la razón. A los valores franciscanos, imprescindibles para salvar el mundo de los pecados de los hombres, un Bergoglio transformado en Francisco añadió la propuesta política surgida de la encíclica Pacem in terris de Juan XXIII, reafirmada por el Concilio Vaticano II, y reiterada luego por Juan Pablo II y Benedicto XVI en Caritas in veritate. Transcribo:
«Para gobernar la economía mundial, para sanear las economías afectadas por la crisis, para prevenir su empeoramiento y mayores desequilibrios consiguientes, para lograr un desarme integral, la seguridad alimenticia y la paz, para garantizar la salvaguardia del ambiente y regular los flujos migratorios, urge la presencia de una verdadera Autoridad Política Mundial».
La universalidad de una Iglesia cuya actuación en la Historia está manchada por demasiada sangre parecía remontarse en estas palabras, maravillosas y visionarias, por encima de las minúsculas divisiones de los hombres, llamando a la unión del género humano y a la unidad política de la humanidad.
Pero mi romance con Francisco duró poco. Por un par de años miré para otro lado tratando de no ver los abrazos con gentuza como Maradona, la calidad progresivamente decadente de los invitados a Santa Marta, la paulatina transformación de «Bergoglio, jefe de la oposición vendepatria y cómplice de los genocidas» en el «compañero Francisco, prenda de unidad del peronismo y profeta de la causa nacional y popular». Mis intereses, confieso, me cegaron. No mi interés personal sino la ilusión de un Papa que además de hablar contra el narco y la trata de personas apoyara la campaña que yo encabezaba a favor de una corte penal latinoamericana que los combatiera a nivel regional. La utopía de un Papa argentino que -rodeado acaso de las máximas autoridades de las principales religiones del mundo y de reconocidas figuras intelectuales y políticas mundiales- fuera capaz no solo de llamar a la paz en la Tierra sino de proponer que fuera garantizada por un poder político institucionalizado: una verdadera y legítima autoridad pública mundial.
Era una expectativa enorme y una exigencia exagerada, lo comprendo ahora. Pero, después de todo: ¿no habían sido los católicos Robert Schuman, Konrad Adenauer y Alcide de Gasperi impulsores, e impulsores principales, del proceso que llevó a la unidad política europea? ¿O es el proyecto de una autoridad pública mundial más utópico que el sueño schumaniano-adenaueriano-degasperiano de una Europa unida después de las guerras más devastadoras y de los genocidios más demenciales de la Historia mundial?
Vanas esperanzas. De los dos Bergoglios, el líder universalista capaz de acercar a la idea de la unidad política de la humanidad a millones de creyentes y el politiquero parroquial hábil para conciliar lo peor del peronismo, la segunda versión predominó. Santa Marta se convirtió así, poco a poco, en una nueva Puerta de Hierro. No sé decir cuándo fue que le perdí la paciencia a Bergoglio. ¿Con las cartas y el crucifijo para Hebe y Milagro Sala? ¿Con la Cámpora entregándole un mate y Cristina enseñándole a usarlo; nada menos que a él, un porteño nacido y criado en la barriada de San José de Flores? ¿Con el desfile de los caballos Suárez, los Duhaldes y Menems, los Morenos, los oportunistas y rosqueros de toda laya que asistieron a la Puerta de Hierro vaticana y se fueron con la foto prometida, mientras eran rechazadas Margarita Barrientos y la esposa de Leopoldo López? ¿Con su visita a Fidel y su negativa a recibir a sus víctimas, las Damas de Blanco? ¿Con su «mediación» en el conflicto venezolano, fundamental para garantizarle el tiempo que necesitaba a Maduro y su tiranía? ¿Con su aval al cura pedófilo chileno? ¿Con los institutos de estadística vaticanos siempre gritando las malas noticias locales y haciendo prudente mutis por el foro ante cada mejora de la situación? ¿Con sus desplantes al presidente elegido por los argentinos? ¿Con las operaciones destituyentes de los Vera y los Grabois?
La lista es larga, y la paciencia se ha acabado. No la mía, que no cuenta por al menos tres razones: por mi relativa insignificancia política, porque soy laico y agnóstico, y porque me considero ateo a toda forma de sometimiento de un mandato supuestamente divino a las urgencias del poder terrenal. La paciencia que se ha acabado, según creo, no es la mía. Es la paciencia de millones de argentinos que un día compartieron la esperanza en un Papa más atento a los problemas del mundo que al futuro político de sus hijos y entenados; un Papa más parecido al Cristo que a un general exiliado; un Papa que ayudara a cerrar la grieta en vez de pararse en un lado de ella con una pala en la mano; un Papa con los ojos puestos en el futuro de siete mil millones de seres humanos y no el operador de una modesta disputa parroquial.
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