Por Joaquín Morales Solá
Quién tendrá el pueblómetro para saber quién es pueblo, quién es gente y quién es un paria en este país? La respuesta es importante porque el Gobierno señaló que los numerosos manifestantes del lunes «no son la gente, no son el pueblo, no son la Argentina». Esa frase casi segregacionista fue dicha por el jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, que fue también la única respuesta de la administración de Alberto Fernández a las multitudinarias marchas opositoras de anteayer. ¿Qué serán entonces los miles de argentinos que salieron de sus casas, desafiando al virus Covid-19, para protestar contra el Gobierno? ¿Serán extraterrestres? ¿Serán uruguayos o chilenos que andaban de paso por la Argentina?
El Gobierno culpa de la convocatoria a la oposición de Juntos por el Cambio. La verdad es que la oposición estuvo bastante dividida frente a esas manifestaciones. La presidenta de Pro, Patricia Bullrich, las alentó. Elisa Carrió, líder de la Coalición Cívica, las desalentó. Mauricio Macri se pronunció en la defensa del derecho a protestar y a peticionar, pero cuando las marchas ya habían concluido. Sin quererlo, desde ya, el Gobierno les ha hecho un gran favor político a sus opositores. Reconoció que estos pueden movilizar a una parte importante del país en un mismo día, a una misma hora y casi con las mismas consignas. ¿Será verdad? La información más creíble es que el predominio entre los manifestantes es de los autoconvocados sin pertenencia partidaria.
La política tiene siempre un problema cuando no puede clasificar las reacciones (o las opiniones) opositoras dentro de un partido o de una ideología. Prefiere tener a los antagonistas dentro de un corral partidario. Sin embargo, tales clasificaciones no explican ni resuelven el problema. Alberto Fernández tenía en marzo pasado el 80 por ciento de aceptación social por el manejo de la pandemia. No se puede contar con ese porcentaje de adhesiones sin incluir entre los simpatizantes a muchos que habían votado a Macri. Los fue perdiendo. El proceso de pérdida comenzó cuando el Presidente se abrazó a los postulados ideológicos y las prioridades políticas y personales de Cristina Kirchner. Fue su decisión. No puede quejarse ahora por la desilusión de muchos de los que adherían a él y, menos aún, de que se hayan pasado a la protesta. Él tiene la libertad de elegir sus decisiones políticas. La gente, que es gente, le guste o no a Cafiero, tiene la libertad de aceptar esas decisiones o de rechazarlas. Así funcionan las reglas del juego en un sistema político tutelado por la democracia.
Una apretada síntesis de los reclamos, seguramente arbitraria, de las marchas que se congregaron en todo el país debe consignar dos reclamaciones sustanciales. Una es la independencia del Poder Judicial con claros reclamos a la Corte Suprema de Justicia para que la defienda. Y la otra consiste en un insistente pedido de libertad. El confinamiento de la cuarentena fatigó a la sociedad. Las limitaciones para circular libremente no están relacionadas con la pandemia. Una cosa es el respeto a los protocolos sanitarios para evitar los contagios y contagiarse, y otra cosa es remedar un estado de sitio permanente. Para desgracia del Gobierno, el encargado de Europa de la Organización Mundial de la Salud, David Nabarro, cuestionó duramente la práctica de la cuarentena. Lo hizo con argumentos propios de los progresistas: «El confinamiento solo logra que los pobres sean más pobres», estalló. Desde la experiencia económica, la definición de Nabarro es correcta. ¿Qué se puede esperar, si no más pobreza, de países que ponen su aparato productivo en cuarentena? ¿No es eso, acaso, lo que está sucediendo en la Argentina?
Tal vez Cafiero quiso decir que los manifestantes del lunes no son gente ni pueblo ni argentinos porque la mayoría proviene de la clase media. La clase media también existe, y existe sobre todo en la Argentina. Vapuleada por gobiernos que le imponen impuestos confiscatorios, por la repetida incautación de sus ahorros y por los corrosivos efectos de la inflación siempre alta, el país tiene un alto porcentaje de la sociedad que es culturalmente de clase media. Son de clase media aun los sectores que cayeron en la pobreza, pero que fueron de clase media. Si la administración va a gobernar de espaldas a la clase media, es probable que el país asista a un estado permanente de protesta. El oficialismo intentó el lunes una confrontación de sectores sociales y políticos distintos en la residencia de Olivos y en la casa de Cristina Kirchner. Es la primera vez que lo hace. Mala receta. El enfrentamiento entre civiles no fue una solución en ningún país, porque nunca se sabe cómo y cuándo terminan esas provocaciones. Solo sirvieron siempre para empeorar las cosas.
La manifestación frente a la casa de Cristina Kirchner es deplorable en cualquiera de sus versiones. Las protestas deben hacerse en el espacio público común a todos, no en donde viven los dirigentes políticos. El respeto a las personas, sean quienes sean ellas, debe surgir sobre todo de quienes promueven una manera más civilizada de vivir. La libertad (en este caso, la de estar tranquilos en sus casas) es también un derecho de los piensan otra cosa. A propósito de esto, es oportuno reiterar que LA NACION nunca publicó la convocatoria a manifestarse en la casa de la expresidenta, como falsamente afirmó el ministro de Defensa, Agustín Rossi. Si queda algo de lo que Rossi fue, debería rectificarse cuanto antes. Este es el mismo gobierno que creó un grupo de amigos («observatorio» le llaman) para monitorear las supuestas noticias falsas en los medios periodísticos. ¿Será el ministro de Defensa el primer monitoreado por los «observadores» oficiales de la información?
Las manifestaciones del lunes coincidieron con la primera entrevista que Macri dio a un medio argentino desde que se fue del poder. El reportaje al expresidente no habría tenido la repercusión que tuvo si él no hubiera hecho algunas críticas a su propia administración. En un universo político donde todos tienen razón hasta la sinrazón, no deja de ser una excepción que un político acepte que se equivocó. El eje de la crítica a sí mismo pasó por tres ángulos. Uno consistió en la aceptación de que fue un error no haber explicado con precisión el Estado que recibió. ¿Una alusión a los consejos de Jaime Durán Barba? Quizás. Solo un análisis veraz de lo que sucedió en los últimos quince años en la Argentina permitirá que los sectores políticos se acerquen a un acuerdo. Culpar a Macri de la crisis económica sin tener en cuenta cómo dejó el país Cristina Kirchner deforma la realidad. Macri pudo elegir caminos mejores para resolver esa herencia, pero la herencia existió y condicionó todo su mandato. Alberto Fernández lo sabe. Otra cosa es que haya elegido negarlo.
El otro ángulo fue una autocrítica lisa y llana: nunca debió, dijo, delegar la negociación política en el ala de políticos cercanos al peronismo que estaba en su gobierno. Habló, fundamentalmente, de Rogelio Frigerio y de Emilio Monzó. Estos se sorprendieron y mandaron a contestarle. Pero Monzó lo despachó hace una semana a la cola de la Anses cuando propuso que se jubilara. Y Frigerio pidió una profunda autocrítica del gobierno de Cambiemos, justo cuando a Macri le llueven críticas del oficialismo. No los expulsó de la coalición ni los trató peyorativamente; solo dijo que todo presidente debe hacerse cargo de la negociación política. ¿Fue una respuesta a Monzó después de que este pidiera públicamente que el expresidente se retire de la vida pública? Tal vez, pero no hay razones para que Monzó se sienta tan ofendido. El ángulo más sensible de sus declaraciones fue cuando calificó de «insuficiente» su gestión para combatir la pobreza, una de sus promesas de campaña.
Es obvio que Macri tiene una mirada muy distinta de los asuntos del país si se lo compara con el actual núcleo gobernante. No coincide con la cuarentena estricta ni con la política exterior ni con las decisiones económicas ni, sobre todo, con los avances sobre las instituciones. Toca, cuando habla de esas cosas, la misma melodía que la clase media que se manifiesta. Podrán estar de acuerdo o en desacuerdo con él, pero es tangible que Macri sigue siendo una referencia insoslayable de la política. Y Alberto Fernández no puede quejarse si otro líder político considera «gente» y «pueblo» a los que él les declaró la inexistencia.
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