Por Bernardo Saravia Frias
Uno de los grandes males argentinos es nuestra incomprensión del Estado, del verdadero significado del Estado.
La política, especialmente, tiene una mirada entre ingenua y cínica, que no aprehende que se trata de un dispositivo que permite un sistema de soluciones para un sistema de problemas. No los que queremos o nos gustan, sino los que existen.
Se apoya en dos conceptos de origen griego, perfeccionados por los grandes pensadores del renacimiento: la razón de Estado, que exige y justifica las decisiones más capitales; y la continuidad del Estado, como ente independiente de gobiernos y personas. Sirven de plataforma y a la vez de límite a la acción: se puede hacer todo, menos no decidir y evitar las consecuencias, porque la historia no es selectiva sino acumulativa de errores y de aciertos.
Los argentinos no comprendemos la razón de existir del artificio. Lo acercamos a una utopía mal entendida, que mira al pasado, a un paraíso perdido del 46 al 51, pero que pierde de vista lo que debe mirar: el futuro. Una utopía melancólica y típicamente conservadora (todo tiempo pasado fue mejor). El inconveniente es así de orden ontológico: convertimos una mera herramienta en tótem que todo lo puede y nada lo paga.
La conducta repetida es la siguiente: no hay problemas de Estado sino problemas de facciones políticas. Por tanto, desde el gobierno sólo se encaran aquellos que se consideran de creación propia; con los otros, una de dos: se procrastinan o se revolean con retórica de rábula. Es un accionar con una crítica defectuosa: hay una sola, y es al gobierno inmediato anterior; nunca es propia y nada de reconocer errores.
Y aquí el nudo gordiano. Esos problemas de otro suelen ser los grandes pendientes del país, que fueron una creación mancomunada de todos. Pongamos el déficit, que tiene tantas caras como Proteo, que se vinculan con una presión impositiva insoportable, un gasto público insostenible y un pedalear constante de nuestras obligaciones internacionales, que justifica el mote sarmientino “la gran deudora del sur”.
Pongamos el caso YPF, un juicio contra el Estado entre tantos, consecuencia de decisiones desafortunadas. Un gobierno que expropió y dejó sentado en un decreto y en las versiones taquigráficas del Congreso que no iba a pagar. Que luego pagó a algunos y no a otros. Después escondió bajo la alfombra un juicio millonario, con una estrategia defensiva pobre y absurda, ante un reclamo que tiene como principales argumentos su mala praxis. Y que ahora, cuando el problema toma toda su dimensión y es hora de hacerse cargo, dice que es de los anteriores, en un salto invertido a las causalidades y la cronología del tiempo.
El Estado somos todos. Hasta que no entendamos el sistema, vamos a seguir oscilando entre extremos, sin resolver el presente ni imaginar un futuro. Un país sin políticas de Estado, un país irresponsable que no se hace cargo, un país adolescente.
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