Por Loris Zanatta
El año pasado, cuando mi hijo, un joven estudioso de cosas rusas, me mostró un breve ensayo sobre Alexandr Dugin, me morí de risa: ¡otro peronista! ¡Ruso esta vez! Pobre hijo, le tomé el pelo, te fuiste a las antípodas para “matar al padre” y caíste en el mismo embudo. Es así: todas las historias son locales, todos los fenómenos son universales. No tenía idea de que era más que una afinidad remota, que me había topado con un ardiente admirador de Perón con fuertes lazos peronistas. Ni imaginaba que las bombas de Putin le darían tanta fama. Ahora que lo sé, lo encuentro normal. Pero normal, ya veo, no le parece a todo el mundo. ¡Cuántos bomberos en acción! Unos en voz baja, otros con pedantería, nos explican que no, que es un disparate, un malentendido. ¿Será así?
Bien, suponiendo lo obvio, es decir, que todos los paralelos históricos implican un cierto grado de simplificación, creo que si hay un populismo parecido al argentino es el ruso, si lo hay que evoca el panlatino, es el paneslavo. Los conceptos se utilizan para ello, para captar las regularidades en el caos de las diversidades, para encontrar núcleos comunes bajo el matorral de diferentes circunstancias. Por otra parte, es un buen método tomar las cosas por lo que son, no por lo que nos gusta pensar que deberían ser: si el señor Dugin conoce y ama el peronismo, si tantos peronistas lo han acogido felices durante años, tendrán sus buenas razones, ¿no? ¿Quiénes somos nosotros para decir que no han entendido nada el uno del otro? ¿No seremos nosotros los que no los entendimos?
En realidad, lo que más me deprime en estos casos es la superficialidad acerca del peronismo, incluso por parte de tantos que se suponen “expertos”.
Tomemos uno de sus emblemas, la Tercera Posición. ¿Qué tendrán en común rusos y peronistas, se ríen algunos, si Perón teorizó la neutralidad entre la Unión Soviética y Estados Unidos? Burros riendo. La Tercera Posición no fue un invento peronista, fue la política de los fascismos entre las dos guerras. Más que una doctrina geopolítica, dirigida a potencias específicas, era una filosofía de la historia. Sus enemigos no eran los rusos y los estadounidenses como tales, sino Rusia porque era atea y Estados Unidos porque era liberal. El ateísmo y el liberalismo eran para ellos los frutos envenenados del “racionalismo ilustrado”. Ese fue y sigue siendo el único y eterno enemigo, la amenaza que se cierne sobre la “cultura” de sus “pueblos”, el virus que contamina sus costumbres y valores, impregnados de religiosidad ancestral y espontánea. Contra él imprecan los teóricos peronistas del “pensamiento nacional”, sus “vicios” son los que obsesionan a Putin, Dugin y al patriarca Kirill. El “globalismo” sin Dios y sin patria que tanto odian es la sinarquía internacional que perturbaba a Perón. O viceversa. Quizás alguien no se haya dado cuenta, pero nación y religión se fusionan hoy en el Kremlin como en su tiempo en la Casa Rosada peronista. Al punto de que cuando el peronismo rompió con la Iglesia, lo hizo acusándola de traicionar la verdadera fe nacional y popular.
¡Perón nunca fue imperialista como Putin, se oye decir! Nunca apuntó a una esfera de influencia como la que buscan los rusos desde Ucrania hasta Chechenia, desde Bielorrusia hasta Georgia. Su política en América Latina, he leído en estos días, estaba dirigida al desarrollo económico, a la “integración”. ¿Es una broma? ¿Hay tanta ignorancia al respecto? Por supuesto, hay cierta diferencia entre invocar el imperio zarista o el virreinato del Río de la Plata, entre aspirar a restaurar uno u otro, pero cada uno es imperialista a su medida.
El imperialismo es la convicción de encarnar una civilización superior que emancipa a los dominados a través de la dominación: vale tanto para la antigua Roma como para los modernos Estados Unidos, tanto para la Rusia de hoy como para la Argentina de Perón, cuyo objetivo fue exportar el peronismo. Las intentó todas para lograrlo: palos y zanahorias, lisonjas y chantajes, presiones y promesas. Dio trigo a los amigos y se lo negó a los enemigos. Financió candidatos, compró radios y periódicos, reclutó militares, desató sindicalistas, armó revoluciones, de Chile a Bolivia, de Perú a Brasil. De Paraguay hizo una especie de colonia, a Uruguay trató de romperle la espalda. Más que “integración”, quería la “fusión” del continente bajo el liderazgo argentino. El mito de la Patria Grande es para la ideología panlatina lo que el de la Gran Rusia para la ideología paneslava.
América Latina y Rusia han vivido durante siglos en las fronteras de Occidente, con un pie adentro y otro afuera. Y allí, nos guste o no, por razones complejas y a menudo impredecibles, han madurado las revoluciones que como piedras arrojadas a un estanque han cambiado el mundo contemporáneo: religiosa, científica, tecnológica, industrial, constitucional. Todas juntas, poco a poco han trastocado culturas y transformado costumbres, impuesto la razón a la fe, el pluralismo a la homogeneidad, el dinamismo a la estática, el individuo a la comunidad, el cosmopolitismo al nacionalismo, el mercado a la autarquía, la duda al dogma, la democracia a la autocracia. Frente a esto, tanto una como otra han estado a la vez atraídas y turbadas, fascinadas y asustadas: esta es la grieta histórica que las atraviesa. Y es esta perturbación y ese miedo los que expresan tanto el populismo latinoamericano como el populismo ruso. A quienes les resulta natural, para resistir los cantos de sirena de la modernidad occidental, combatir a quienes sucumben a ella e idealizar al “pueblo puro” de un pasado mítico: los ucranianos, en otras palabras, son los “cipayos” de Putin, como los uruguayos o los chilenos, los más permeables al “modelo” occidental, fueron los ucranianos de Perón. ¿Y qué “pueblo” podrán encontrar, qué cultura en su pasado sino la comunidad de fe del cristianismo hispano en el primer caso y del cristianismo ortodoxo en el segundo, ambos víctimas del secularismo occidental? Esa es, de hecho, la raíz de su nacionalismo. Lo cual produce en ambos y en otros mil casos de despotismo y paternalismo. Sí, porque si el pueblo de Occidente es el pueblo de Aristóteles, “una pluralidad de hombres” de “diferentes especies”, el suyo es el pueblo de Platón, cuyo “mayor bien” es “ser uno”: un pueblo, una cultura, una patria, un líder.
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