Por Carlos Saravia Day
La orden es más antigua que el lenguaje, sino los perros no podrían entenderla.
El adiestramiento de los animales se basa precisamente en que estos la acatan sin conocer lenguaje alguno.
El tipo más antiguo de la orden es la fuga que siempre está informada por el peligro. Es propio de la orden no admitir desacuerdo, es concisa e inmediata. Un retraso en su percepción perjudica su fuerza. Cada repetición perjudica su eficacia, de allí que las ordenes se cumplen y no se discuten, es siempre perentoria por quién la emite y de cumplimiento inmediato, en la tropilla de yeguarizos la yegua madrina con se cencerro, en los camélidos lo hace el relincho (suerte de macho alfa) es quien señala la dirección de fuga. Desde Roma, la bajada del pulgar del emperador significa la muerte del gladiador. En las autocracias contemporáneas la bajada del pulgar del autócrata finaliza con la vida política del enemigo.
La masa en estado de miedo quiere permanecer agrupada como la oveja en la majada, lana con lana hasta que el peligro se aleje.
La orden de fuga ha sido domesticada por el hombre con la promesa de alimento. Esto parece claro, se ha creado un estrecho vínculo entre la orden y el alimento que se dispensa.
Esto último educa a los animales y a los hombres para una especie de continuidad voluntaria en la que existen grados y matices. La campanilla del sabio ruso Pavlov lo confirma. La amenaza se mantiene latente. En caso de desobediencia, existen sanciones que pueden ser muy severas.
La biología siempre será la antesala de la historia. Cuando San Ignacio de Loyola fundó su famosa Compañía de Jesús como orden religiosa militar que exigía la obediencia sin reproches. No en balde San Ignacio había sido militar y después santo, llevaba bajo el habito religioso la coraza de militar fruto de la alianza del altar y la espada: sacrificio voluntario de la vida, disciplina jerárquica y obediencia ciega (este último término en griego significa mística) son las virtudes sustantivas de un ejército, aunque el verdadero fundamento está en la abdicación del propio juicio.
El general Perón (que de santo nada tenía) llevó con éxito el mando religioso-militar al movimiento político que fundara hace 70 años: comando táctico y estratégica conducción; esta última palabra proviene del verbo “duco”, de allí “duce” (jefe) como el mismo Mussolini se autopercibiera.
Aquí en la Argentina se resumió en una sola palabra: “verticalidad”. El peronismo es hoy una orquesta desafinada sin director, no sabe quién tiene la batuta, no hay quién imponga silencio, autorice cuerdas, silencie voces, quedó convertido en una olla de grillos y espera ordenes como los peregrinos musulmanes en el monte Arafat donde un orador se instala desde lo alto en el lugar que estuvo Mahoma, su profeta, y anuncie con predica solemne y la multitud le responde con el grito “Labayka rabi Labayka” aguardamos tus ordenes señor.
En la concentración en el Monte Arafat, la masa de creyentes alcanzó su máxima intensidad. El súbito miedo que entonces se desencadena, es una orden de fuga, dice Elías Canetti, premios Nobel de Literatura de 1981, en su libro “Masa y poder”.
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