Por Pablo Mendelevich
En la Argentina casi no se usa el verbo vacar, pero se ve que en Perú es corriente: Martín Vizcarra se convirtió el lunes en el cuarto presidente «vacado» por el Congreso, luego de una sesión de cinco horas, que culminó con una votación aprobada por 105 votos contra 19 (más 4 abstenciones).La moción de vacancia es el procedimiento para sacar del cargo al presidente: una destitución legal.
A Vizcarra lo vacaron por «incapacidad moral permanente». El detalle es que se trataba de un buen presidente, exceptuado, desde luego, el impacto de la pandemia, que si se usara para evaluar en forma precipitada la continuidad de los gobernantes probablemente dejaría a más de medio planeta descabezado. Aunque Perú tiene algo menos de un millón de contagiados y 35.000 muertos (con una población de 33 millones de habitantes) a Vizcarra no lo echa la oposición por los números de la pandemia, sino por considerarlo mentiroso en otras cuestiones. Dicen sus verdugos, en esencia, que mintió al defenderse de acusaciones por corrupción de su época de gobernador, hace como ocho años.
En realidad, sea cierto o no que Vizcarra, a quien le quedaban ocho meses de gestión, recibió una coima de Odebrecht en 2012, es notorio que entre sus virtudes como presidente estuvieron la firmeza y el coraje que puso para hacerle frente a la corrupción sistémica de la clase política. Al voltearlo en este segundo intento (el primero fue hace menos de dos meses), la clase política de alguna manera le está diciendo «vos sos uno de los nuestros, no te hagas». Contra lo que les puede parecer a argentinos entusiasmados con haber hallado por fin un país en el que la política resulta saludablemente intolerante con la corrupción, la caída de Vizcarra es justo lo opuesto: significa la consagración del concepto cínico «corruptos somos todos». Un lema que retumba -implícito- en la defensa de los grandes corruptos argentinos frente a cada acusación que se les hace. Los kirchneristas acusados rara vez alegan inocencia para defenderse. Su réplica favorita es «¿y Macri?».
Al voltearlo en este segundo intento (el primero fue hace menos de dos meses), la clase política de alguna manera le está diciendo «vos sos uno de los nuestros, no te hagas»
El inédito proceso electoral estadounidense de la semana pasada, en especial el lucimiento como mal perdedor de Donald Trump, leído en clave autóctona llevó a desparramar conclusiones para todos los gustos. Ahora la sorpresiva caída del gobierno en Lima inspira, también, osadas extrapolaciones. Pero aunque tengamos la hermandad, el mismo Libertador que los peruanos y la corrupción sea inmoral en cualquier parte, no todo es lo que parece. Perú se convirtió en un caleidoscopio de la inestabilidad presidencial, con la singularidad, hasta ahora, de que el país sigue funcionando. Conviene repetirlo: hasta ahora. Daños de la pandemia mediante, de acá en más se verá.
En nuestra jurisprudencia el desfile de presidentes está asociado, en cambio, con los peores momentos sociales, económicos y políticos de la historia. Claro, resta saber si con esos cataclismos andinos disminuyó la corrupción o solo aumentaron las conspiraciones políticas.
Parecidos y diferencias
Tal vez convenga, entonces, distinguir algunos parecidos y diferencias. La primera diferencia es que la Constitución argentina solo permite destituir a un presidente mediante juicio político con un procedimiento muy similar al impeachment norteamericano. Requiere que la Cámara de Diputados acuse y el Senado juzgue. Lamentablemente, en la Argentina el juicio político nunca progresó. Podría haber servido para evitar los golpes de estado militares, por ejemplo, quién sabe, el de 1976, si se destituía a la presidenta Isabel Perón en atención a su manifiesta ineptitud para el cargo.
¿Por qué el juicio político al presidente resulta un resorte constitucional decorativo? Por el alineamiento partidario de tipo vertical. La misma razón por la que desde 1994 está de adorno el voto de censura para remover al jefe de Gabinete (se requiere la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada una de las cámaras). En los hechos el Congreso argentino ni siquiera tiene fuerza para conseguir que el jefe de Gabinete cumpla con el artículo 101° y concurra todos los meses a exponer a las cámaras (tanto Alberto Fernández como Aníbal Fernández iban cuando les quedaba bien). En cuanto a la «incapacidad moral», nosotros no la tenemos (me refiero a la figura legal, no al diagnóstico), y sí está enunciado el mal desempeño de las funciones, una causal subjetiva, como también la comisión de delitos en ejercicio del cargo, causal objetiva, toda letra muerta. Ninguno de los trece presidentes argentinos que fueron desplazados, forzados a renunciar o derrocados tuvieron problemas con ese articulado de la Constitución: antes fueron víctimas de métodos extrareglamentarios.
El congreso peruano, unicameral desde 1995, de solo 130 miembros, viene siendo opositor (incluso, bajo el influjo fujimorista, opositor furibundo), en consonancia con presidentes inesperados que carecían de fuerza parlamentaria. Tras la anteúltima conspiración que sufrió, Vizcarra echó mano al resorte legal de disolver el Congreso y llamó a elecciones legislativas, pero cometió, quizás, un error político inexplicable: no presentó lista propia. Ese nuevo congreso, en el que no tiene una fuerza suya, es el que el lunes lo volteó. De nada le sirvieron, después, los aplausos en las calles. La mayor parte de la población, según las encuestas de imagen, simpatizaba con las reformas del sistema (en materia educativa, judicial y sobre todo en la lucha anticorrupción) encaradas por Vizcarra. Quizás el derrocamiento sea la mayor confirmación de que venía por buen camino. Pero también es un llamado de atención para otros países respecto de lo difícil que es enfrentar la corrupción sistémica cuando está expandida y cómo la corrupción puede arruinar la democracia.
Tras la anteúltima conspiración que sufrió, Vizcarra echó mano al resorte legal de disolver el Congreso y llamó a elecciones legislativas, pero cometió, quizás, un error político inexplicable: no presentó lista propia
Hubo ayer en Lima un episodio desagradable, muy elocuente respecto del divorcio entre la clase política y los representados. Un joven de 22 años se acercó en forma subrepticia al lugar en el que estaba haciendo declaraciones a un enjambre de periodistas el diputado Ricardo Burga, figura muy destacada de Acción Popular, copartícipe del derrocamiento, y le asestó una tremenda piña en el rostro, que por cierto se reprodujo por todos lados. El joven fue inmediatamente detenido, pero al rato su Instagram tenía 250 mil seguidores. Según el periodista peruano Marco Sifuentes, eso significa cincuenta veces más que los votos que obtuvo Manuel Merino para llegar a ser presidente, ya que solo cinco mil votos lo habían consagrado, primero, diputado.
El fujimorismo, conducido por Keiko Fujimori, suele impregnar a la política peruana de una impronta vandálica, pero en la caída de Vizcarra buena parte de la clase política quedó de ese mismo lado, salpicada, como parece estar, por las mismas coimas. Quienes en la Argentina frenaron las investigaciones sobre nuestro capítulo de Odebrecht sabían lo que hacían.
¿Hubo en Perú un golpe de estado «legal»? Habrá que ver si quienes en su momento se enardecieron denunciando en Buenos Aires un golpe en Bolivia contra Evo Morales ahora estarán dispuestos a describir la caída del centrista Martín Vizcarra como una conspiración orquestada. Incómoda tarea.
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