Por: Carlos Saravia Day
¿Porqué unos mandan y otros obedecen? Desde allende la historia, la respuesta la dan dos y sólo dos principios: el de legitimidad republicano y el monárquico.
Si se pregunta a un inglés, sueco, noruego, español, no dudará en responder con un eufemismo: el rey reina porque es hijo del rey; un republicano, de su lado, dirá que el presidente es tal, porque ha sido elegido en elecciones libres.
A uno le dirán súbdito; al otro, lo llamarán ciudadano. El súbdito denunciará la enciclopédica incompetencia del sufragio universal, y el republicano protestará la irracionalidad de la idea hereditaria, confiada a un caprichoso accidente.
Hay ejemplos buenos y malos para cada bando. Carlos V, hizo la gloria de España, pero su bisnieto y tocayo Carlos II la desintegró. A Pericles lo eligió el ágora ateniense, pero el más doloroso accidente plebiscitario de la historia, absolvió a Barrabás y condenó a Jesús.
Muchos defendemos hoy la democracia, sin creer que sea un dios, y a sabiendas que en ocasiones pacta con el diablo. Es por eso que lo hacemos por razones históricas y morales, convencidos de que sus principios son los que mejor aseguran el bien común: la libertad política, el sufragio universal, la existencia de minorías, la publicidad de los actos de gobierno, la responsabilidad y la periodicidad de funcionarios, y la división de poderes.
Algunos pensaron que, con la sola identificación de Constitución y legitimidad, todo estaba resuelto. En un exceso metafórico, un ex presidente llegó a afirmar que con la democracia se come, se educa y se cura. La realidad, con su terquedad, desmintió tanto optimismo teórico: no hay mejor práctica que una buena doctrina; pero el aforismo no se cumple de manera recta, sino hay tanta práctica como doctrina. Eso es la política, a fin de cuentas.
El problema central hoy es que el constitucionalismo democrático argentino es un enorme vacío, que se viene llenando de impostura, con una negación constante y premeditada de la verdad, que la ha convertido en una parodia de la realidad.
Visto más de cerca, poco tiene de teoría y mucho de práctica, que es guiada por dos pasiones elementales y fáciles de encender: riqueza y poder. Anverso y reverso de la misma moneda, usando como medio la caja y la lotificación del poder. La acción política descansa en un consenso de grupos donde todo está acordado y repartido. Bandas que carecen de valores y sólo aspiran a retener y acrecentar crecientes parcelas del aparto estatal, para repartirla entre los insaciables militantes.
La Argentina está inmersa en una crisis, y es una de legitimidad de origen. Se inicia en que la hoy vicepresidente, unge candidato al presidente y se reserva para sí la vicepresidencia, en una maniobra funambulesca. A poco andar, la opinión pública descubre a la maniobra: había votado una fórmula con orden invertido.
Nada nuevo para el partido en el poder: es una costumbre inveterada en el peronismo la fórmula machihembrada y la práctica del poder de segundo grado.
En 1951, a Perón lo acompaña su esposa Eva Duarte; hace lo mismo después con la segunda, Isabel Martínez. Tal vez sea herencia monárquica española, cuando reinaba Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, y el pueblo gritaba: “tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando”. “Cámpora al gobierno, Perón al poder”; poder de segundo grado o en comodato (préstamo de uso).
Esas tergiversaciones del principio de legitimidad republicano, esas astucias para burlar la alternancia en el poder, han resultado pactos fáusticos con un costo muy alto para el sistema institucional del país. Versiones reeditadas, pero a fin de cuentas más de lo mismo: el poder es un bien ganancial, que a lo sumo se presta con carácter vicario.
Por suerte estamos llegando al límite y empieza verse una luz al final de túnel: con el relato agotado, este modo de ejercicio del poder va quedando como fábula sin moraleja, de la que poco hay que aprender, salvo el no repetirla.
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