Por Loris Zanatta
Pensando mal se peca, pero a menudo se adivina. Si lo decía un viejo zorro de la política italiana –católico de dieciocho quilates, de casa en el Vaticano–, yo también puedo decirlo. Siguiendo el hilo histórico del mito de la nación católica, siempre se encuentra la clave de los misterios peronistas. Incluso del patético espectáculo de los últimos días, de la tormenta en un vaso de agua que estalló por la derrota sufrida en las PASO. El juego del policía bueno y el policía malo, del presidente sumiso víctima de la vicepresidenta mandona, seguía un guion probado, era la típica riña en familia, la gresca entre miembros de una misma pandilla. No digo que los protagonistas lo supieran: sería pedir demasiado. Pero la historia tiene su inercia; los actores, su memoria. Al buscar un sentido en el caos y una luz en la niebla, se llega lejos, al punto de partida, al sentido del advenimiento peronista en la historia argentina. Y a sus consecuencias.
Como cualquier historia digna de ese nombre, esta también tiene un antecedente. Entonces, rebobinemos la cinta. Cuando, hace dos años, se anunció la candidatura de Alberto Fernández a la presidencia, fue un rayo caído del cielo. Por diferentes razones. La primera es que no nació de una amplia consulta de los militantes, de un debate público: ¡el peronismo no es un partido “burgués” ni un aparato “demoliberal”! El segundo motivo fue el que más llamó la atención: Cristina había elegido a Alberto, la vice al titular, el dedazo de la reina había investido el vasallo. Dados sus problemas legales, no fue difícil entender por qué. Finalmente, hubo un tercer motivo de sorpresa: el rompecabezas peronista, antes en mil piezas, fue reensamblado de golpe, los enemigos de ayer eran los aliados de hoy. ¿Un milagro? En cierto sentido: pérfido o bien informado, el Financial Times reveló que el propio Papa había ayudado. Hubo mentís, pero poco convincentes: debió de haber algo cierto. Nadie duda de las buenas intenciones del Pontífice: unir, pacificar, estabilizar. Sin embargo, muchos dudamos de que la unidad peronista contribuya a la paz y la gobernabilidad de la Argentina. Dos años después, creo que la duda está justificada.
Pero volvamos a nosotros, a hoy. La casa peronista aún temblaba por el paso del huracán PASO cuando un breve artículo del arzobispo de La Plata comentaba sus causas y abogaba por sus remedios. Un texto importante, también por varias razones. La primera y más obvia es el autor. Víctor Manuel Fernández no es un obispo cualquiera; tanto porque dirige la provincia eclesiástica donde se suelen decidir los destinos políticos del país y donde el peronismo es una especie de fe popular como porque disfruta de la justificada reputación de teólogo del Papa. Lo quisiera o no, cuando tomó lápiz y papel sabía que sus palabras se entenderían como un mensaje de Francisco. ¿Lo eran?
La segunda razón es la forma, el “género”: duro y crudo, desprovisto de atavíos pastorales o florituras doctrinales, es una explícita intervención eclesiástica en la coyuntura política. Es difícil, diría imposible, imaginar algo así en cualquier democracia occidental. En parte porque la Iglesia se abstiene de lo ajeno, pero sobre todo porque pocos le darían peso. No es el caso de la Argentina, donde el peronismo ha sido el vehículo de la nación católica desde su nacimiento y, por tanto, la Iglesia está en condiciones de pedirle coherencia con ella.
Es lo que hace Tucho Fernández, y esta es la tercera razón por la cual su nota es importante e influyente en el desenlace de la crisis abierta por la derrota electoral peronista. ¿Cuál es su contenido? El principal argumento, en resumen, es que en lugar de dedicarse a los problemas del “pueblo”, el Gobierno se ha centrado en cosas que al “pueblo” le son ajenas. Concretamente: nada contra la pobreza, todo por el aborto. Por eso, explica, mucha gente pobre no votó. La conexión es dudosa; la lógica, atrevida: en los países más ricos, despenalizar el aborto no ha frenado el desarrollo. Pero se puede estar seguros de que el mensaje les habrá llegado alto y claro a Cristina y Alberto: para revertir el rumbo, para llevar al “pueblo” a las urnas, el peronismo debe volver a sus fuentes y liberarse del secularismo de sus “elites ilustradas”. La Iglesia, los curas villeros, los movimientos sociales, tan influyentes en los inmensos suburbios y las grandes barriadas, renovarán entonces la unión mística del pueblo con el peronismo, de la nación con su cultura católica. Incluso el Papa, hosco y silencioso durante meses, ayudaría como en el pasado. La pendiente electoral podría revertirse. Aún están a tiempo, advierte el arzobispo, aludiendo más a noviembre que a la eternidad.
Ay de banalizar este llamado, de reducir el mensaje eclesiástico a un vulgar ejercicio de politiquería. Contiene una poderosa lectura de la historia nacional, el mito de la nación católica, del que la “teología del pueblo” es la versión más reciente y refinada. Es la convicción, y la pretensión, de que dada la “cultura” cristiana del “pueblo”, dado el cristianismo de los próceres, dado que la evangelización hispana moldeó los valores de la patria, cada aspecto de su vida debería reflejarlo. Lo cual, lo admita o no, otorga a la Iglesia enorme autoridad moral y poder político. Ahora bien, ¿qué pasa en el accidentado recorrido de este mito de la alta cocina de los teólogos a la baja cocina peronista? ¿De los principios a las leyes, de las ideas a los hechos? La política no es filosofía, el gobierno no es teología.
El resultado de la crisis peronista, la reorganización del Gobierno, parecería aceptar la advertencia del prelado, intentar llevar el barco peronista de regreso al puerto del “buen pueblo fiel”: la elección de un jefe de Gabinete de probada fe antiabortista, la eliminación de figuras “progresistas” ajenas al alma cristiana del movimiento, el rescate del peronismo ortodoxo reflejado en el aplauso sindical. Y la implícita genuflexión ante el chantaje de Cristina Kirchner –gastar más, gastar mucho, gastar donde los votan–, lo que tanto entusiasmará y movilizará a los movimientos “populares”. No creo que la Iglesia quede conforme: el aborto ya está aprobado y el paternalismo asistencialista prevalecerá, como siempre, sobre el “sano desarrollo” que ella invoca con palabras. El único que se beneficiará será el clientelismo peronista, mientras que el declive de la Argentina continuará su ya largo curso. Este, precisamente, es el antiguo guion, el crónico fin del mito de la nación católica. Siempre que la mayoría de los argentinos no hayan caído en la cuenta y decidido decir basta.
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