Por Sergio Federovisky
Desde hace días, los medios hablan de la rotura de una represa en Brasil como si se tratara de un embalse como el lago San Roque, por citar uno que conocemos todos.
Lo que cedió en Minas Gerais, y sepultó el pueblo de Brumadinho -siempre son los pobres los que pagan con su vida-, fue el dique de colas de la minera Vale, principal productora de óxido de hierro y níquel en el mundo. Un dique de colas no es un embalse para sembrar truchas o hacer turismo. Es el basurero en el que se depositan los residuos de la minería a cielo abierto. Por cada 1000 kilos de mineral se generan 850 kilos de desechos. Bajo ese lodo tóxico yacen los más de 300 desaparecidos de un pueblo que ya no es.
La minería es segura y sustentable, braman quienes la defienden, acusando a quienes la cuestionan de impedir el progreso. La historia los desmiente.
La misma Vale, en 2015 y a pocos kilómetros del sitio de esta catástrofe, fue protagonista del -hasta hoy- mayor desastre ambiental de la historia del Brasil.
Hace diez años, en Bolivia reventó el dique de colas Abaroa y contaminó el río Pilcomayo.
Dos sucesos prácticamente dieron por terminada la minería a cielo abierto en Europa. En 1998, la rotura de un dique de colas en Huelva, que derramó 4500 millones de litros de barro tóxico sobre una reserva natural. Y en 2000, el desastre de Baia Mare en Rumania. «No quedó nada vivo», dijeron los biólogos cuando la mancha de 40 kilómetros llegó al río Danubio, a 2000 kilómetros de la minera.
La minería a cielo abierto, esa modalidad tecnológica que se impuso en los últimos 25 años, consiste en volar una montaña, separar los minerales en una sopa de sustancias químicas y disponer los residuos en un dique de cola. Y muchas veces, abandonarlo, como en la minera La Concordia en Salta que desde hace 22 años viene contaminando. Obligando a quienes viven aguas abajo a permanecer implorando que no se rompa.
Somos líderes en seguridad, decían los directivos de Vale mientras hacían simulacros de emergencia en Brumadinho.
Fuente Infobae
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