Por Mateo Saravia*
La Salud fue y será una ineludible cuestión de estado. De ella dependen las condiciones que posibilitan el sano desarrollo de una nación. Ella otorga las garantías elementales a los organismos individuales que la componen, posibilitando el desenvolvimiento pleno de sus facultades, las que contribuirán al tributo edificante que cada ciudadano aporta, desde su particularidad, en la construcción y progreso del país.
Sin embargo un panorama cada vez más incierto se cierne sobre la Salud Pública de nuestra Provincia. Los embates que enrostró la gestión del ministerio de salud provincial durante la pandemia, vino a evidenciar los herrumbrados resortes de un sistema sanitario ajado por una apatía histórica, signado por el desicionismo y la politización de la salud más que por criterios sanitaristas. La desnutrición infantil en el norte de la provincia, fenómeno endémico y crónicamente ignorado por años, fue el inspirador de una emergencia socio-sanitaria que vino a confirmar su condición de regla, para dejar de ser excepción, lo cual nos revela el indudable carácter socorrista de la gestión de turno.
La omisión asistencial para con enfermedades evitables durante el período de la pandemia ha contribuido a incrementar una deuda sanitaria, hoy traducida en una penosa rémora que acarrea lamentables desenlaces en la evolución natural de numerosas enfermedades. Las patologías no tratadas en tiempo y forma han devenido en avanzados estadíos que implican terapéuticas de mayor complejidad, mayor estancia hospitalaria y por ende un mayor coste al sistema de salud. Esto a su vez ha contribuido a desorientar aún más nuestras políticas sanitarias que, al abocarse al socorrismo, han descuidado un principio esencial del sanitarismo: La Prevención. Un niño privado de una alimentación sana y suficiente durante la primera etapa de su infancia está condenado de por vida a la mazmorra del retraso y la incapacidad. Un paciente hipertenso o diabético ignorado en tiempos de “la peste” y que hoy padece insuficiencia renal crónica y requerimiento de diálisis, o bien aquel otro que adoleció de un infarto o un ACV, representan hoy un oneroso costo para nuestro sistema de salud, sin mencionar sus implicancias sociales y laborales. Son solo algunos ejemplos de entre tantos otros que hicieron de la pandemia una gestión que no supo advertir el doble filo de sus determinaciones, y en la cual imperaron los efectos perjudiciales por sobre los benéficos. A la fecha aún no se ha cuantificado el costo de sus efectos colaterales, pero los resultados se hacen cada vez más ostensibles.
Mitigada la pandemia, tal vez por el efecto de las vacunas o bien por una inmunidad comunitaria hasta hoy subestimada, nuestro sistema de salud aún cruje, por su propia obsolescencia, por la caducidad de sus planes y programas, o lo que es más dramático, por la apatía de sus efectores. Mientras el médico subordine su noble oficio a una lógica de fuerzas brutas en donde impere la autoridad de meras jerarquías de poder y mando, desprovistas de fundamentos que se amparen tanto en la ciencia como en los principios éticos que hacen a la razón del ejercicio médico, nuestro sistema de salud continuará involucionando.
Mientras no haya una sólida planificación, fundada y adecuada a la epidemiología, que contemple las problemáticas regionales y por el contrario se siga enfatizando en programas ajenos a tales principios, la salud pública continuará siendo una entelequia, una utopía dictada en los claustros universitarios. Valga de ejemplo la campaña de prevención del dengue en la puna salteña, bioma que desconoce la presencia de su vector responsable (el mosquito) y se ignore la hidatidosis, patología que, sí merece enfatizar. En definitiva si la prevención no se erige como el derrotero de toda gestión sanitaria, su omisión alimentará problemáticas aún mayores que darán pábulo a un estado de emergencia socio-sanitaria por tiempo indefinido, llevando a un crisis permanente que irá reduciendo a nuestra sociedad a vivir sin otro valor que el de la supervivencia, en una condición puramente biológica, olvidando su dimensión social y política, o hasta humana y afectiva, lo que nos retrotraerá a instancias cada vez más primitivas.
Es por ello necesario que el MÉDICO, recobre soberanía en su ejercicio asistencial y comience a tomar participación y protagonismo activo en el diseño y toma de decisiones de nuestro sistema de salud desde el lugar que le compete. Ajustando con criterio, evidencia y sano juicio crítico, toda normativa que pueda comprometer la salud y el futuro de nuestras poblaciones.
La jerarquización del profesional médico y la salud pública así lo exigen, siendo la ejemplaridad el camino que lo elevará a la altura de sus legítimos reclamos.
Por el contrario, con la sola renovación de ministros y sin una profunda y radical reforma de nuestro sistema de salud que estribe en el convencimiento y el compromiso de sus prestadores, nuestro ministerio de salud seguirá siendo una oscura y misteriosa caja de fusibles que no rinde cuentas…. y que, con periódica displicencia, jubila y eyecta por la puerta trasera, a compungidos ministros que con hilarante actitud perruna, emprenden infame retirada con el rabo entre las piernas.
*Mateo Saravia es médico y dirigente de la UCR Salta
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