Por Fernando Laborda
i la transparencia ni la lucha contra la corrupción ha sido una característica de los gobiernos kirchneristas. Una máxima de estos gobiernos, que arrastra antecedentes en otras presidencias peronistas, podría definirse de esta manera: si roban, que no se note; si se nota, que nadie lo pueda probar, y si ninguna de las dos cosas es posible, que se vayan por chambones.
Nadie en el gobierno de Alberto Fernández reconocerá que Ginés González García debió dejar el Ministerio de Salud por corrupto, por emplear en provecho propio o de sus conocidos bienes o servicios pagados por la administración pública o por sustraer efectos cuya custodia le haya sido confiada por razón de su cargo, un delito tipificado en el artículo 261 del Código Penal. En cambio, se escuchan voces en el oficialismo que, intentando minimizar la gravedad de la cuestión, señalan: “El gordo (por Ginés) se tuvo que ir por chambón”.
En otras palabras, lo que no se le perdona en sectores de la coalición gobernante y en buena parte de la Casa Rosada al exministro González García no es que haya actuado de manera inmoral, sino que permitiera que la inmoralidad tomara estado público. No es la supuesta corrupción por lo que se lo interpela en el propio Gobierno, sino por sus aparentes “chambonadas”.
La particular cultura política que ha reinado en distintos gobiernos peronistas podría indicarnos que no es tan grave faltar a la ética que exige la función pública como que el hecho pase a tener trascendencia pública. La ineficiencia del funcionario, según este criterio, radica en su incapacidad para mantener un acto espurio en secreto, más que en el acto espurio en sí mismo.
Sobran ejemplos de funcionarios que han debido dejar su cargo por ser considerados chambones antes que corruptos o inmorales. Esta doctrina se aplicó al pie de la letra con la exministra de Economía Felisa Miceli, a quien se le encontró una bolsa con una importante suma de dólares en un baño de su despacho en el Palacio de Hacienda allá por 2007. Se la obligó a renunciar no por las fuertes sospechas de corrupción que pesaban sobre ella, sino por haber demostrado ser una novata en esas lides. Eran tiempos en que gobernaba Néstor Kirchner y en que el jefe de Gabinete era Alberto Fernández, quien siempre defendió a Miceli, aunque en 2015 la Corte Suprema confirmó su condena a tres años de prisión en suspenso.
Cuando José López fue filmado intentando ocultar bolsos con cerca de 10 millones de dólares en un convento, más que por la escandalosa suma que cargaba y por su origen espurio, el fastidio de algunos dirigentes del kirchnerismo estuvo asociado a la incapacidad del exsecretario de Obras Públicas y número dos de Julio De Vido para actuar con el debido sigilo y la discreción esperada en un hombre del poder político.
La furia evidenciada por el presidente Alberto Fernández ante las repercusiones por el reciente escándalo derivado de la vacunación vip da cuenta también de esta curiosa cultura política. Al acusar a los medios periodísticos, a la oposición y a la propia Justicia de montar “una payasada”, no está haciendo otra cosa que minimizar las irregularidades y su decisión de despedir a un ministro de Salud.
El primer mandatario debió haber cerrado este triste episodio pidiéndole perdón a la ciudadanía –y en especial a tantos trabajadores de la salud y abuelos que esperan ansiosamente ser vacunados– por la falta de ética de algunos de sus funcionarios y anunciar que facilitará a la Justicia las tareas de investigación necesarias para esclarecer las responsabilidades. No actuó de ese modo.
Con su actuación, el Presidente no hace más que ofrecerles argumentos a quienes, desde la oposición, afirman que “no lo echó (a González García) porque no sabía, sino que lo echó porque se supo”.
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