Opinión

AnálisisAhora quieren echar a los jueces

Por Joaquín Morales Solá

La historia no olvida. La primera gran sentencia de un tribunal sobre la corrupción kirchnerista ocurrió justo en los días en los que el Gobierno enfrenta la peor crisis política por la injusta distribución de las vacunas contra el coronavirus. El rechazo social a los privilegios de los vacunatorios vip (que pueden significar la muerte prematura de algunos argentinos) tuvo una expresión importante ayer en una nueva tarde de banderazos. El descontrol en la administración de la vacuna beneficio a los amigos del poder, una práctica habitual del kirchnerismo. Lázaro Báez había sido sentenciado tres días antes porque lavó varios millones de dólares que cobró de un Estado siempre generoso con los amigos. Corrupción y vacunas en un mismo tiempo y espacio. La mezcla es nociva. Báez terminará en la cárcel con la pena más dura. Cristina Kirchner está esperando la hora de su guillotina. Las chapucerías de Báez no tienen perdón de Dios ni de los jueces. Tal vez las cosas habrían sido distintas si se hubieran hecho de otra forma. Obras públicas pagadas y no terminadas. Millones de dólares de Báez que se contaban en Puerto Madero con la alegría propia de los juerguistas. Hubo una casualidad en esos mismos días de escándalos y sentencias. ¿Existe la casualidad? A veces, sucede; otras veces, los conspiranoicos tienen razón. La casualidad consistió en que en esos mismos días cerca de 200 jueces y fiscales fueron intimados a jubilarse. Muchos de ellos sentenciaron la corrupción de los kirchneristas. Otros hasta son amigos de los que gobiernan. Pero no podían hacer excepciones si querían parecer (no ser) legalistas e imparciales. Abroquelaron a todos en su contra. La orden de limpiar los tribunales de jueces y fiscales partió de la jefa de la Anses, la camporista Fernanda Raverta. ¿Es una decisión de Cristina Kirchner, de Alberto Fernández o de los dos? Si fuera del Presidente, cometería un grave error político. Con esas maneras, no saldrá nunca del Congreso su reforma judicial.

La teoría del lawfare se derrumbó con la sentencia a Báez. Las pruebas que se acumularon por su práctica de lavar dinero son contundentes. Báez cobraba del Estado por la realización de obras públicas con sobreprecios y con adelantos que le hubieran permitido a cualquiera ser constructor del Estado. Pero el Estado paga con dinero blanco; no puede pagar en negro. Báez tenía que convertir en negro lo que era blanco. Lo hacía con las facturas truchas de la AFIP de Bahía Blanca, por ejemplo. Luego sacaba el dinero del país y más tarde lo volvía a ingresar para pagar lo que les correspondía a sus socios kirchneristas. La familia Kirchner tenía que transformar en blanco lo que era negro y, para eso, le alquilaba hoteles y edificios vacíos al propio Báez. Son los casos de Hotesur y Los Sauces, que todavía esperan el juicio oral. «En el delito precedente (al lavado) está Cristina», dijo el propio hijo de Báez. Así era el círculo de esa escandalosa historia. El antecedente de Báez es pésimo para el lento juicio oral que se está realizando sobre la obra pública, donde sí está encartada Cristina Kirchner, y para los del lavado de dinero en hoteles y edificios de la poderosa familia. Dos jueces del tribunal oral señalaron que el lavado de dinero de Báez tiene relación con la corrupción en la obra pública. Una tercera jueza asegura que eso no le consta. La Cámara de Casación deberá decidir si se vuelca por la mayoría o por la minoría. Las instancias superiores de la Justicia tienen la obligación de respaldar a los jueces en momentos en que deben tomar duras decisiones mientras son perseguidos por el kirchnerismo.

Ahí es el instante en el que entra en escena el caso de decenas de jueces intimados a jubilarse. Cínico, con el desparpajo propio del kirchnerismo en el poder, un militante de la facción cristinista le confesó a un juez que no milita en ninguna parte: «Sería un gran triunfo para nosotros si se fueran solo 30 o 40 jueces». Sintetizó en una frase corta todo el propósito de la nueva emboscada a los jueces. Los intimados han cumplido más de 60 años, están en edad de jubilarse e iniciaron o terminaron los trámites de su jubilación. Sin embargo, ninguno de ellos renunció para acogerse a la jubilación. Simplemente, tienen el trámite hecho o concluido para el momento en que decidan dejar los tribunales. «Hay mucha zozobra e inquietud entre nosotros porque no sabemos en qué condiciones nos jubilaremos», dice un juez de una alta instancia. Ese estado de ánimo, que algunos describen como de fatiga moral, es fácilmente perceptible. La Corte no permitirá que se intime a los jueces a jubilarse. Es una constatación. El cristinismo ya ha tocado dos pilares básicos para la tranquilidad de los jueces: su estabilidad y sus ingresos salariales.

La Constitución indica que un juez deja de serlo solo por cuatro razones: renuncia, muerte, jubilación efectiva después de cumplida la edad o destitución por mal desempeño de sus funciones. Para decirlo en palabras sencillas: nadie puede pedirle la renuncia a un juez antes de que este cumpla los 75 años, que es el límite que le fija la Constitución. Aunque la Constitución los protege, el Gobierno colocó a los jueces en la obligación de demostrar que la Constitución los protege. Una dislexia política y jurídica. Un caso aparte es el de los jueces corruptos o militantes, pero el caso de ellos no es un problema previsional. Es consecuencia de la conformación desmesuradamente política del Consejo de la Magistratura (una criatura de la entonces senadora Cristina Kirchner), porque impide limpiar la Justicia de corrupción y militancia.   

Según la lista de jueces que la propia Anses difundió, deberían irse cinco jueces de la Cámara de Casación, la más alta instancia penal del país. Casi la mitad de esa cámara. También deberían jubilarse dos jueces de la decisiva Cámara Federal Penal, lo que le permitiría al cristinismo colonizar definitivamente esa instancia que supervisa la gestión de los jueces federales que investigan la corrupción. Entre los jueces nombrados están nada menos que el presidente de la Casación, Gustavo Hornos, y el presidente de la Cámara Federal, Martín Irurzun, uno de los magistrados con más prestigio en los tribunales federales y también uno de los más odiados por el cristinismo. Ningún juez importante se irá, a pesar de todo. Si llegaron a donde están remando contra las muchas operaciones judiciales y mediáticas a las que los sometió el cristinismo, es imposible imaginarlos abandonando sus lugares solo porque una funcionaria menor los persigue con la amenaza de saquearles la jubilación.

De paso, el oficialismo motorizó una intensa campaña mediática contra el juez Hornos porque visitó algunas veces a Mauricio Macri en la quinta de Olivos cuando este era presidente. Hornos les explicó a sus colegas que tiene una relación social con el expresidente y que nunca habló con él de casos judiciales específicos. El miércoles pasado volvió la ofensiva kirchnerista cuando el juez de Justicia Legítima Alejandro Slokar pidió formalmente otra reunión plenaria de la Casación para tratar el caso de Hornos. Lo acompañaron las juezas cercanas al oficialismo Ángela Ledesma y Ana María Figueroa. La mayoría comprendió a Hornos, aunque algunos le recordaron que todos los jueces deben conservar la imprescindible circunspección. Que Hornos haya visitado algunas veces a Macri es un crimen para el cristinismo. El actual presidente, Alberto Fernández, es amigo personal de varios jueces y se reunió con algunos de ellos. Eso no se juzga. Tampoco se juzgó cuando una jueza de Casación corrió a verlo a Carlos Zannini, influyente colaborador de la entonces presidenta Cristina Kirchner, para informarle de la resolución que estaban preparando dos colegas suyos sobre la causa del memorándum con Irán. Una traición en toda la regla, perdonable para el cristinismo.

En ese escenario, el Presidente apareció y opinó sobre causas judiciales en curso. La Constitución se lo prohíbe. Alumnos de la Facultad de Derecho lo instaron a un debate sobre los delitos que se cometieron en los vacunatorios vip y que el mandatario no reconoce. Cuando habla, el Presidente debería abandonar la tiza y el borrador. El viejo profesor está siendo desafiado hasta por sus alumnos. La historia no olvida ni perdona.

 

Por Joaquín Morales Solá para La Nación

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