Por Jorge Fernández Díaz
La electrizante página 216 viene como un vendaval y nos trae dos citas tormentosas. La primera pertenece a un artículo aparecido en el diario El País de Madrid el 19 de mayo de 1985; faltaban treinta y cinco días para el lanzamiento del Plan Austral: “Saúl Ubaldini ha pedido abiertamente al Gobierno ‘que se vaya’, y significativamente la patronal argentina se ha sumado a las reivindicaciones de los sindicalistas. Entre tanto, hoy se reanuda la vista oral del juicio contra las tres primeras juntas militares”. La segunda referencia es mucho más actual; data del 3 septiembre de 2007: ya enfermo de muerte, Raúl Alfonsín acepta entonces una larga entrevista con Jorge Fontevecchia, quien le pregunta: “¿El peronismo es el resultado de esa influencia italiana (la del ‘menefrega’)?”. Para sorpresa de su interlocutor, Alfonsín responde: “No, es la influencia italiana fascista”. El historiador Pablo Gerchunoff anota que el líder radical repetía así con contundencia “una convicción profunda que anidaba en él desde 1945, pero que muchas veces, por conveniencia política, callaba, como la había callado disciplinadamente durante la campaña electoral de 1983. Esta vez no calló. Sabiéndose a los 80 años en el tramo final de su parábola vital…dijo su brutal verdad”. Aludimos aquí al libro El planisferio invertido, la extraordinaria biografía política de Raúl Alfonsín que acaba de publicar Edhasa. Aquella añeja crónica del periódico español nos recuerda el carácter destituyente de la oligarquía sindical y la connivencia de gran parte del establishment, doble complicidad que continúa expresa o tácitamente hasta nuestros días, y que sufrió en carne propia el gobierno de Cambiemos. El episodio también refresca quiénes eran los que dejaron solo al épico grupo Strassera: descontados los máximos responsables de la última dictadura militar y sus adoradores, fueron principalmente los justicialistas en todas sus variantes los que defeccionaron de aquel proceso judicial histórico y los que se negaron a participar de la Conadep porque estaban a favor de una amnistía. El escamoteo de este dato fundamental en el que incurre la interesante película Argentina, 1985 agiganta paradójicamente la figura decisiva del “padre de la democracia” y está produciendo todo un revival ochentista, rescatando a verdaderos héroes cívicos que habían sido borrados del panteón dorado por el kirchnerismo y que fueron incomprensiblemente abandonados en esa banquina del olvido por una cierta desidia radical. Strassera, Sabato, Magdalena Ruiz Guiñazú, Graciela Fernández Meijide y Nacho López, autor de aquella valiente y suicida pregunta al teniente general Videla y recientemente condecorado por el Congreso de la Nación, fueron genuinos luchadores por los derechos humanos y la libertad, y son hoy expresión cabal del ochentismo democrático, que con fuerza está empezando a dejar atrás a un setentismo cultural resucitado exitosamente por los Kirchner como coartada, escudo y adoctrinamiento. Esta metamorfosis ochentista constituye una novedad muy relevante, y es producto más de una dinámica del inconsciente colectivo que de un plan deliberado de la dirigencia. Una conjetura posible es que, como en aquel epopéyico año de 1983, se respira hoy en el aire la necesidad imperiosa de pasar página y cerrar cuanto antes un régimen político, que bajo “la razón populista” produjo en veinte años una devastación moral, social y económica sin parangón. Si antes estuvo en cuestión el nacimiento de la democracia plena, esta vez parece crucial la instauración republicana, algo no menos arduo ni peligroso, puesto que el populismo ha prohijado en las calles y en las entrañas del Estado una red de mafias violentas que resistirá a sangre y fuego para no perder los privilegios y para no aceptar las reglas del país normal. Es curioso que los referentes opositores, ensimismados en sus ambiciones personales o en frívolas cuestiones de identidad partidaria, pierdan a veces la conciencia de estos requerimientos mayores que se cifran en su propia base electoral y los desafíos temerarios que enfrentarán una vez lleguen al poder: la idea de que la chavización ha sido aventada y que por lo tanto ya cada uno está libre de hacer su juego es tétricamente risible y, por supuesto, funcional a los propósitos divisionistas y hegemónicos de Cristina Kirchner. Los remilgos ideológicos –la derecha, la izquierda– han sido los culpables del fracaso histórico del no peronismo, que muchas veces privilegió infantilmente esas poses vacuas (postureo, le llaman los españoles); ha sido impermeable a crear un movimiento republicano amplio donde cohabiten todos esos matices y antagonismos, y ha permitido en consecuencia que siempre les gane la parada una facción nacionalista capaz de integrar en su seno pensamientos aún más contradictorios y extremos. Muchos dirigentes de Juntos por el Cambio no entienden el mandato real del republicano de a pie, y esta ceguera es la verdadera causa del conventillo mediático en el que últimamente se agitan y abofetean.
Permanecemos a la deriva, enredados en las algas marinas del prejuicio propio y del patoterismo ajeno
La segunda escena, publicada en el diario Perfil, es esencial para comprender no lo que Alfonsín predicaba sino en lo que creía en el fondo de su corazón. Como explica Gerchunoff en muchas otras páginas del ensayo, su estrategia consistió en no adoptar la fraseología “gorila” para poder lidiar mejor con ese electorado y con sus poderes fácticos. Aceptaba algunos avances sociales llevados a cabo por Perón, pero su caracterización sincera era inequívoca: “Hay que comprender al peronismo computando una vertiente autoritaria que tiene y que desgraciadamente aflora permanentemente”. Para Alfonsín todo populismo tenía una carga demagógica y despótica, y eso se manifestaba principalmente a través de la prepotencia sindical, que le parecía incompatible con la democracia.
Gerchunoff no permite que lo cieguen su afecto ni su adhesión, y no elude en consecuencia tocar el talón de Aquiles de esta gran figura ética y política. Raúl Alfonsín, en materia económica, se dejó arrastrar por supersticiones que Felipe González no tuvo. Bien es cierto que Felipe tampoco tuvo enfrente a la corporación peronista. El protagonista de esta biografía se sentía cómodo con la idea de que era posible al mismo tiempo bajar la inflación, reactivar la economía y aumentar los salarios reales en un contexto de crisis por endeudamiento, y tenía la seguridad de que cualquier reforma era “neoconservadora” y que “las estabilizaciones eran inevitablemente antipopulares”. Y también que alimentar la demanda haría florecer la economía, pero no la inflación. Estos pruritos y errores de apreciación, que tanto se parecen a los que el kirchnerismo duro propicia hoy sin haber aprendido nada de la gran lección de la historia reciente, condujeron al gobierno alfonsinista hacia un auténtico precipicio. Cuando le ceden el comando monetario a José Luis Machinea ya era “un poco tarde para atacar una inflación que orillaba el 10% mensual”. Alarmante déjà-vu: estamos muy cerca de ese guarismo, ese punto de no retorno que lleva inexorablemente a la hiper. El propio Gabriel Rubinstein, antiguo colaborador de Roberto Lavagna –valorado por Alfonsín– explicó esta semana en el Congreso que estamos coqueteando con ella, que para bajar la fiebre era esencial reducir el déficit fiscal y que la emisión monetaria sin respaldo resultaba nefasta: “Y esto no es ni de derecha ni de izquierda, ni liberal ni marxista”, tuvo que aclarar para las mentes obtusas. Estas reglas evidentes y dolorosas, si hubieran sido oídas y comprendidas a tiempo, quizá habrían salvado el gobierno de Alfonsín del incendio, aunque habría que ver si el gremialismo de la Carta del Lavoro se lo hubiera permitido. Permanecemos a la deriva, enredados en las algas marinas del prejuicio propio y del patoterismo ajeno. Scott Fitzgerald lo decía mejor: “Y así seguimos, luchando como barcos contra la corriente, atraídos incesantemente hacia el pasado”.
Por Jorge Fernández Díaz para La Nación
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