El hombre que con genio y fiereza se empeñó a urdir letras, palabras, oraciones, historias, libros, y también a contar los sucesos de cada día en ese arte–oficio–pasión–locura que suele llamarse Periodismo
Aracataca… Aracataca… Aracataca. Hasta el nombre de la remota aldea colombiana en que abrió los ojos en 1927 parece el son de una danza ritual. Una aldea que acaso jamás existió… hasta su llegada al planeta, y tal vez desde otra dimensión, según informó Infobae.
Porque cuesta creer que Gabo, Gabriel García Márquez en el librote de nacimientos, bodas y muertes, haya sido enteramente terrenal.
Más que un hombre, un homo sapiens como todos nosotros, fue un mago sin capa, galera y varita.
No las necesitó.
Porque apenas llegado a ese punto irreal, imaginario, todo lo demás fue brotando… Los ranchos de barro y paja, las inmortales mariposas amarillas, los misteriosos ríos que llevan muertos desconocidos hasta sus orillas, las mujeres, los hombres, los viejos, los niños –cada uno con sus leyendas y sus fantasmas–, y hasta el mísero muelle donde el coronel que no tiene quien le escriba… espera una carta jamás escrita.
Pero un día entre los días (la cita es de las Mil Noches y una Noche), el niño creció… Pero lejos de que –ya hombre– empezara una vida gris, oficinesca, monótona, previsible («Trabajar, sudar, comerse unos panes y morirse», como la describió García Lorca), se empeñó con genio y fiereza a urdir letras, palabras, oraciones, historias, libros (la literatura, en fin), y también a contar los sucesos de cada día –comedias y tragedias– en ese arte–oficio–pasión–locura que suele llamarse Periodismo.
Me pongo aquí de pie. Carta abierta a los jóvenes y no tan jóvenes que lo intentan: «Por todos los cielos, lean a ese colega que fue Gabo hasta que el ejemplo les deje una marca a fuego, como el fierro caliente al animal, y recién después arrójense a la aventura».
Pero el genio, el gigante, el único, el taumaturgo al que hasta el realismo mágico le queda chico… también fue un hombre a sueldo, un marido que debió mantener a Mercedes Barcha, su mujer de toda la vida, y un mortal que necesitó comer, vestirse, pagar las prosaicas cuentas de la luz y el calor.
Y esa mano de naipe, de pronto, llegó turbia y perdedora. De bolsillos vacíos. De deudas que crecían como selva. Y entonces, una mañana o una noche, poco importa, le juró a Mercedes:
–Escribiré una novela, y nunca más pasaremos hambre.
Y las teclas esculpieron el Sésamo, ábrete. El principio que más de media humanidad repite de memoria:
«Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía habría de recordar la remota tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces…».
Fueron largos días y noches y dedos sobre las teclas y deudas que crecían y Mercedes que –sin vergüenza, con altivez– aceptaba la ayuda de algunos vecinos.
Y la luz se hizo, como en el instante de la Creación. Y la luz se llamó Cien años de soledad… «porque los pueblos condenados a cien años de soledad no tienen una segunda oportunidad sobre la tierra».
La leyeron ojos ciegos. Ciegos, porque la rechazaron. Pero en un exótico país del sur –Borges dixit–, alguien nacido Francisco Porrúa la editó contra viento, marea, terremoto, Apocalipsis. Y no sin peripecias.
Como las monedas no alcanzaban para pagarle al correo el manuscrito entero… Gabo mandó la mitad. Y esa mitad, por un descuido del mensajero, fue arrastrada por el viento y mojada por la tenaz llovizna del sudeste.
Fue como si el fuego hubiera hecho cenizas la primera Biblia de Gutemberg o la edición príncipe de las aventuras de un flaco caballero y un escudero panzón.
Pero un rayo misterioso, acaso con la voz de Gardel, rescató las hojas… Y todo lo demás es gloriosa y conocida historia.
El hombre de Aracataca. El hombre que convocaba mariposas amarillas y leyendas alucinantes. El Gabo del mundo. El genio que debió ser inmortal… se fue el decimoséptimo día de abril de hace mil cuatrocientos sesenta días.
Pero Aracataca sigue teniendo son de danza ritual. En uno de sus ríos sigue flotando (y será recogido y tótem) el cadáver más hermoso del mundo. Y ojalá todos nosotros –la entera y sufriente especie humana– tengamos una segunda oportunidad sobre la tierra.
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