Por Fabian Bosoer*
El ocaso del prestigio que supo tener para muchos intelectuales el compromiso político partidario puede permitir una recuperación de la figura del librepensador.
Javier Cercas había respaldado a Pedro Sánchez en las últimas elecciones, pero el pasado 23 de diciembre dijo basta y pegó el portazo. “Un llamamiento a la rebelión”, escribió Cercas en su habitual columna semanal, publicada en El País de Madrid.
Una suerte de manifiesto de hartazgo que removió el avispero de tertulias y ardorosos debates políticos en España, que hasta a nosotros pueden a veces sonar exagerados, recargados de verba filosa y tono altisonante: “Tenemos una clase política cínica, irresponsable y envenenada por el poder, que no trabaja para unirnos sino para separarnos, que considera el engaño un instrumento legítimo, y pueril la mínima exigencia ética. Hemos tocado fondo”, escribe Cercas allí.
El motivo de su “hasta aquí llegamos” fue la alianza del PSOE con los secesionistas catalanes que le permitió a Sánchez formar gobierno y lograr la continuidad en el poder, a cambio de una amnistía a los líderes independentistas condenados por la Justicia. Cercas había escrito antes de las elecciones en otra nota titulada Por qué voy a votar a Pedro Sánchez, que ese era un límite que no se traspasaría. “Ética y política siempre se han llevado mal, pero, cuando la política se divorcia de la ética, empieza la antipolítica. Yo he visto cosas que nunca creí que vería. He visto cómo un partido progresista, a quien voté durante décadas, ha hecho justo después de unas elecciones lo que siempre dijo que nunca haría”, señaló el autor de Soldados de Salamina y Anatomía de un instante en su nota de ruptura.
En su texto, Cercas mezcla enojo con ironía: “A partir de este momento me declaro antisistema, paso a la clandestinidad y llamo a la rebelión general. Esto se traduce en dos cosas. Una: de ahora en adelante votaré en blanco. Y dos: abogaré por la lotocracia, un tipo de democracia que propugna la elección por sorteo de nuestros representantes políticos, lo que, implantado de manera inteligente y progresiva, supondría una continua regeneración política, un antídoto contra el enloquecimiento provocado por el poder, un modo de que todos nos responsabilicemos de lo que es de todos y la única esperanza verosímil de que la ensuciada palabra democracia recupere su limpio significado primigenio: poder del pueblo. Por lo demás, prometo solemnemente no estrecharle la mano a ningún político español a menos que sea en presencia de mi abogado (o bajo amenaza de torturas). Señoras y señores políticos: esto no es antipolítica; antipolítica es lo que están haciendo ustedes”.
Muchos se le fueron al humo, recordando su apoyo anterior hasta ayer nomás. Otros lo acusaron de “hacerle el juego a la derecha”, un clásico. Arturo Pérez-Reverte salió al ruedo para defenderlo: «Engrosa el club. Ya hay un nuevo fascista para los rancios inquisidores, ratas sectarias y palmeros subvencionados habituales» posteó en X, ex Twitter.
Carlos Granés escribe en The Objective sobre la relación entre el intelectual y el político: “No es este el primero ni el último caso en que un intelectual se siente traicionado por los poderosos. El filósofo que educa al príncipe corre ese riesgo. Si los principios que inculca son un impedimento para expandir su poder, bien puede quedarse en paro o, peor aún, caer en desgracia. Porque el político que se acerca al intelectual no suele hacerlo en busca de sensatez y cordura. Lo hace para arroparse con su prestigio, pues se asume que en gente que se dedica a pensar, escribir, actuar o cantar priman la pureza, el desinterés y toda suerte de virtudes ajenas a la codicia y al anhelo de poder. Y todas ellas, de alguna manera, limpian o abrillantan la imagen del político (…) Javier, por su parte, hizo lo que como intelectual tenía que hacer”.
Como apunta otro observador avezado, el alegato de Cercas y su ruptura con el PSOE se puede inscribir en un momento crepuscular de la figura del “intelectual orgánico” en España: así como Felipe González logró atraer a figuras de la talla de Jorge Semprún, que fue su ministro de Cultura, y Rodríguez Zapatero a otras varias figuras del mundo artístico y cultural, como Ana Belén y Joaquín Sabina, Sánchez está huérfano de esas figuras.
El ocaso del prestigio que supo tener en otros tiempos para muchos intelectuales el compromiso político partidario, tal vez permite recuperar la figura del librepensador, aquel intelectual que dice lo suyo menos para pontificar, aplaudir o denostar, agradar o desagradar a unos u otros, más bien buscando despertar interrogantes y aportar otras perspectivas, buenos argumentos y ejercicios conjeturales, y desmarcarse de la trifulca entre “los unos” y “los otros”, de los guionistas e intérpretes del clima de guerra civil cultural que suele alimentarse en las redes.
Es, ni más ni menos que la decisión de “No callar” (título del último libro de Cercas, una compilación de sus mejores artículos en los últimos 22 años), cuando se tiene algo para decir. Y cuando no, como ocurre con otras expresiones cercanas, a veces callar es mejor.
*Fabian Bosoer es jefe de la sección Opinión del diario Clarín
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