Por Joaquín Morales Solá
El riesgo de un kirchnerismo que destruya lo que queda de las instituciones democráticas no se ha extinguido; la dirigencia de Juntos por el Cambio cometería un error histórico si creyera que la facción política gobernante está muerta y sepultada.
Apatía y lejanía. Esas palabras sintetizan el estado de la sociedad frente a la política, según todos los estudios de opinión pública. Más del 60 por ciento de la gente común no les cree a los dirigentes políticos, incluidos desde Alberto Fernández y Cristina Kirchner hasta Javier Milei, pasando por los líderes de Juntos por el Cambio. Sin embargo, el kirchnerismo gobernante conserva sus peores métodos. La Cámpora (¿también Cristina Kirchner?) intentó imponer un autoritario congelamiento masivo de precios, una política que fracasó varias veces durante las últimas décadas. La opinión de Sergio Massa, siempre cambiante, pasó de suscribir esa política a una negociación más seria con los empresarios. Estos le habían recordado al ministro que el 40% del precio de los alimentos y el 50% de las bebidas son impuestos. Le pidieron que el Estado les devuelva a los sectores sociales pobres el IVA a los alimentos mediante un sistema bancarizado (para que no lucren los intermediarios), y que tales devoluciones sean usadas luego para comprar más alimentos. Massa retrocedió y empezó entonces a hablar de precios cuidados o precios justos (o como surja de su fértil imaginación) para negociar tres categorías de precios: algunos productos no tendrán aumentos; otros tendrán un incremento mensual de 4 por ciento, y el resto tendrá los precios libres. El intento de aplicar un sistema mandón y arbitrario existió. No pudieron asestarlo porque mostraron a los funcionarios en el espejo de su propia codicia.
Al mismo tiempo, el Presidente reclamaba públicamente la destitución de dos jueces (Leopoldo Bruglia y Pablo Bertuzzi) porque firmaron una resolución que no le gustó. La pérdida de la más mínima noción del principio de la división de poderes por parte del jefe del Estado es ya una grave constante para la crisis institucional del país. Los jueces Bruglia, Bertuzzi y Mariano Llorens resolvieron liberar por falta de mérito al líder de Revolución Federal en la causa que investiga el atentado a Cristina Kirchner. Revolución Federal es un grupo de reciente creación, violento y radicalizado, que promueve el detestable método del escrache público. Sus posiciones y su discurso son antagónicos de la vida democrática. Pero los jueces lo estaban investigando por el atentado a la vicepresidenta, y concluyeron que no había pruebas para mantener en prisión al jefe de ese grupúsculo político. Resulta que el presidente que se manifestó más veces de lo que tolera la paciencia contra las prisiones preventivas es el mismo que quiere que la Justicia ponga presos a los que no piensan como él. Es también el presidente que intentó una reforma de la Justicia que buscaba su eliminación como una instancia independiente de los otros poderes del Estado. Ni hablar de su socia, Cristina Kirchner, quien aún no se resigna a destituir jueces independientes y a nombrar magistrados propios, justo cuando la Justicia debe resolver sobre su participación en varios hechos de corrupción. Es la misma persona que el viernes pidió un “acuerdo democrático” al mismo tiempo que culpaba a sus opositores hasta de intentar terminar con su vida. Y es la misma también que protege a los que quieren cambiar las leyes electorales pocos meses antes de las elecciones. El kirchnerismo y la contradicción son sinónimos.
Juntos por el Cambio no ha ganado nada todavía. Su clima de permanente efervescencia interna aleja a la sociedad aún más de la dirigencia política
El riesgo de un kirchnerismo que destruye lo que queda de las instituciones democráticas no se ha extinguido. La dirigencia de Juntos por el Cambio cometería un error histórico si creyera que la facción política gobernante está muerta y sepultada. Vale la pena hacer esa aclaración cuando se observan las perpetuas peleas internas de la coalición opositora, sobre todo en la última semana. Llama la atención ese estado de tensión permanente entre los principales opositores porque cuando se los escucha no hay proyectos políticos muy diferentes; hay procedimientos distintos y, más que nada, un monumental campeonato de egos. No saben o no quieren competir. Esta es la verdad última.
Hace una semana, algunos líderes radicales convocaron a un homenaje a Raúl Alfonsín en Costa Salguero. Dos de ellos, Gerardo Morales y Martín Lousteau, lo convirtieron en un acto contra Mauricio Macri. Así lo señaló claramente el exgobernador de Mendoza y exjefe del radicalismo Alfredo Cornejo, que estuvo presente y dijo que habían desnaturalizado el acto. Otros jóvenes dirigentes del radicalismo, como Martín Tetaz y Rodrigo de Loredo, se manifestaron en el mismo sentido. El gobernador radical de Corrientes, Gustavo Valdés, directamente no fue al acto. ¿Sabía lo que se tramaba? El cuestionamiento a Macri era por su reciente libro (Para qué, Editorial Planeta), que es el relato de su experiencia personal en la construcción de un liderazgo. De hecho, habla más de sus primeras escuelas de liderazgo, Boca y el gobierno de la ciudad, que de la política nacional. No es un libro de historia, sino el testimonio de una vida pública, que no carece de frases sinceras sobre la relación (y las diferencias) con su padre. Es cierto que se manifiesta obsesivamente a favor de la ruptura del statu quo en la crítica Argentina. Pero ¿quién está de acuerdo con el statu quo vigente? ¿Quién, con el nivel de pobreza, de estancamiento y de atraso en un país con todas las condiciones para ser mucho mejor? ¿Quién cree que el país puede cambiar con un sistema corporativo que privilegia a muy pocos y le arruina la vida al resto? ¿Hará alguna vez la democracia argentina una reflexión sobre el resultado de casi 39 años en los que gobernaron distintos partidos y coaliciones y todos fracasaron?
En cuanto a la historia, Macri solo subraya en el libro que su partido, Pro, surgió cuando existían dos partidos históricos, el peronismo y el radicalismo, y que las terceras fuerzas siempre habían naufragado. No obstante, rescata que en 2015 acordó con Elisa Carrió y Ernesto Sanz (a quienes no les ahorra elogios) que solo una coalición nueva, que incluyera a su partido, al radicalismo y a la Coalición Cívica, el posterior Cambiemos, podría batir al kirchnerismo que ya llevaba 12 años de gobierno. Es lo que hicieron y lograron. Es la historia, tal como fue. ¿Les molesta, acaso, la reaparición pública de Macri con motivo de su libro? Si fuera así, hay una constatación histórica que deberían conocer: es imposible esconder a un expresidente. Alfonsín fue Alfonsín hasta su muerte. Lo mismo sucedió con Menem y lo mismo ocurre ahora con Cristina Kirchner. Solo Fernando de la Rúa decidió autoexcluirse de la vida pública tras su paso por la presidencia. Fue una decisión personal, no una imposición de la política.
Otro episodio lamentable fue la imposibilidad de Juntos por el Cambio de difundir un documento conjunto por las elecciones brasileñas y el ajustado triunfo de Lula. Un elemento desencadenante de ese desacuerdo fue la actitud de Miguel Ángel Pichetto, que no quiso firmar el documento. Pichetto había hecho campaña por Jair Bolsonaro hasta días antes de las elecciones. Lo asiste el derecho a elegir y simpatizar con quien él quiera. Pero perdió la razón y el derecho cuando se negó a reconocer el triunfo de un político pragmático y componedor, como es Lula. Patricia Bullrich retiró su firma del documento cuando supo que no firmaría Pichetto. Ahora bien, ¿con quién cree Juntos por el Cambio que hablará en los próximos años en Brasil si cayera el gobierno en sus manos? Con Lula, sin duda. Brasil es el principal socio comercial de la Argentina y el principal destino de las exportaciones industriales argentinas.
El último episodio fue el peor de todos. Se divulgó una filmación en la que Patricia Bullrich aparece amenazando al jefe de Gabinete de Rodríguez Larreta, Felipe Miguel, con romperle la cara si seguía criticándola en público. Miguel había dicho que Bullrich era “funcional al kirchnerismo”. La difusión fue una operación política de alguno de los dos, pero ambos se equivocaron. Miguel cometió una injusticia histórica porque Bullrich fue una consecuente crítica del kirchnerismo en los últimos 20 años. No obstante, Bullrich debe medir sus reacciones; el autocontrol es indispensable para quien se propone como presidenta de la Nación. Esos modos no son compatibles con el cargo al que aspira.
Juntos por el Cambio no ha ganado nada todavía. Todo está en el aire. Su clima de permanente efervescencia interna solo aleja a la sociedad aún más de la dirigencia política. El único beneficiario de tanto conflicto interno es Milei, un político antisistema con un peligroso discurso autoritario. Es la consecuencia previsible de una dirigencia ausente, ensimismada en sus pobres discordias.
Por Joaquín Morales Solá para La Nación
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