Simon Jenkins, autor de un libro sobre la guerra de 1982, aboga en un artículo por una negociación entre la Argentina y Gran Bretaña y cuestiona la autonomía de los isleños
“La soberanía británica sobre las Malvinas es una absurda resaca imperial que debe terminar”. Este es el título provocador de una columna publicada en The Guardian por Simon Jenkins, periodista del diario británico y autor del libro The Battle for the Falklands (La batalla por las Malvinas), con motivo de los cuarenta años desde el comienzo de la guerra en Malvinas en el que la Argentina buscó recuperar las islas y que terminó con 649 soldados argentinos, 255 británicos y tres isleños muertos.
“Este abril es el 40 aniversario del inicio de la guerra de las Malvinas. Menos conocido es que es el 41 aniversario de un último intento del gobierno británico de conceder la soberanía sobre las islas al enemigo en esa guerra, la Argentina”, comienza el texto de Jenkins, que luego abunda sobre las negociaciones que se desarrollaban en el marco del Comité de Descolonización de la ONU y que buscaba “asegurar el autogobierno de las islas bajo un contrato de leasing a largo plazo de Argentina”. “Si hubieran tenido éxito, se podría haber evitado la guerra, resuelto una disputa imperial arcaica y traído a los isleños la paz con sus vecinos”, expone Jenkins.
El autor propone retomar una idea de un funcionario del gobierno laborista de James Callaghan (1976-1999) de acordar una suerte de contrato de leaseback, que implica el reconocimiento de la soberanía argentina y la concesión del uso del territorio a los isleños a largo plazo.
Sin embargo, el acuerdo no se alcanzó por varios factores, menciona el autor: rechazo en las islas, entre los conservadores británicos y “un régimen militar beligerante bajo el mando del general Galtieri que tomó el poder en Buenos Aires y tenía otras ideas”.
“En abril de 1982, el régimen tomó las islas por la fuerza, solo para ser expulsado de ellas por un taskforce británico dos meses después. No se llegó a un acuerdo de paz y las Malvinas se convirtieron en una fortaleza asediada en el Atlántico Sur, con tropas, aviones y buques de guerra en una estación permanente”, continúa.
Según el periodista, “la guerra le costó a Gran Bretaña alrededor de 2800 millones de libras esterlinas (9500 millones de libras esterlinas al valor actual) y la defensa de las islas cuesta más de 60 millones de libras esterlinas al año”. “En 2012 se estimó que los contribuyentes británicos pagaron más de 20.000 libras esterlinas por isleño solo para defensa, y aproximadamente un tercio de la población trabajaba para el gobierno. A diferencia de otras antiguas colonias como Gibraltar, las relaciones con el estado-nación más cercano son débiles. Aunque viven en un territorio británico de ultramar técnicamente autónomo, los isleños dependen totalmente de Gran Bretaña”, completa.
De las negociaciones a la guerra
En relación a las conversaciones previas a la guerra de 1982, Jenkins habla de negociaciones que comenzaron en la década del 60 y que encontraron un hito en 1971, con un acuerdo de comunicaciones que habilitó una conexión de hidroaviones desde la isla a la Argentina, con acceso a turistas, hospitales, escuelas y comercio. “Inicialmente funcionó. Los isleños obtuvieron becas en las escuelas del continente y cientos de turistas argentinos visitaron Port Stanley [ndr: en la Argentina llamado Puerto Argentino]. La confianza no duró. Un Londres tacaño objetó el costo de administrar las islas y construir un aeródromo. La Argentina se tambaleó hacia un período neoperonista belicoso. Hubo disputas sobre los pasaportes, se produjeron ‘desembarcos’ argentinos en las islas exteriores y se exigieron nuevas conversaciones sobre la soberanía”, continúa.
Años después, en 1977, un funcionario del gobierno del laborista James Callaghan, Ted Rowlands, convenció a los isleños “de que se necesitaba alguna concesión, como una concesión de soberanía a la Argentina a cambio de un leaseback de 99 años o más de Gran Bretaña”, una idea que cayó junto al gobierno en 1979, para dar paso al de la conservadora Margaret Thatcher.
“El subsecretario de Thatcher, Nicholas Ridley, se hizo cargo del informe de las Malvinas, pero careció del tacto de Rowlands. Ya había una intensa presión del Tesoro por recortes. Una revisión de defensa y los planes para retirar al HMS Endurance de su patrulla del Atlántico Sur sugirieron a la Argentina que Gran Bretaña estaba perdiendo interés en el área. Ridley todavía estaba decidido a llegar a un acuerdo, pero se encontró con la resistencia del feroz lobby pro-isleño en el parlamento. Thatcher no se opuso a la transferencia de soberanía, pero insistió en que no se hiciera nada sin el consentimiento de los isleños”, según el periodista.
Para entonces, en la Argentina ya se planeaba el desembarco en las islas, algo de lo que estaban al tanto las dos partes. “Esto estaba planeado para junio, a mediados del invierno en el Atlántico Sur, pero fue adelantado por unidades navales que explotaban la ocupación de las vecinas islas Georgias del Sur por un grupo de comerciantes argentinos de chatarra. Temiendo una respuesta británica, Buenos Aires apostó por una invasión total. Si hubiera aguantado hasta junio, es muy poco probable que Gran Bretaña se hubiera arriesgado a una guerra de invierno”.
“En ningún momento de esta saga hubo alguna señal desde Londres de que Gran Bretaña estuviera desesperada por aferrarse a las Malvinas”, dice el periodista y agrega que el costo de la guerra “fue enorme y la disputa estaba arruinando las relaciones con una América del Sur entonces resurgente”, además de cuestionar que desde entonces no se reanudaron las conversaciones sobre “descolonización” en Nueva York.
Un símbolo
Jenkins reconoce un intento por retomar las negociaciones de David Cameron en 2013, pero “él apenas se atrevió a aventurar una respuesta más allá de repetir el veto isleño de Thatcher”. “Cualquier idea de progreso era inútil: para los conservadores, las Malvinas se habían convertido en un monumento a la era de Thatcher y todo lo que representaba”.
“¿No podría Gran Bretaña superar la hostilidad? ¿No podrían los dos países, ambos ahora democracias, volver al menos a los acuerdos de comunicación de las Malvinas de la década de 1970?”, se pregunta el periodista hacia el final del artículo, y tilda de “pista falsa” la aproximación al tema de la autodeterminación de las Malvinas: “Los isleños no son autónomos, ya que dependen de la buena voluntad de Gran Bretaña para su seguridad”.
“La solución del leaseback buscada por Rowlands, Ridley y otros honra la geografía, la historia, la diplomacia y la economía. Es sentido común. Más de 60 millones de libras esterlinas al año en defensa militar para las islas no lo es. Si los políticos de Londres no tienen las agallas para buscar un trato con Buenos Aires, quizás los isleños deberían enfrentar el futuro y buscar uno para ellos”, concluye.
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