Opinión

AnálisisPsicopatías y papelones de película

Por Jorge Fernández Díaz

Aun remoto pero inolvidable melodrama en blanco y negro dirigido por George Cukor, donde todos sufríamos por el destino de la pobre Ingrid Bergman, debemos el concepto gaslighting, que la piscología moderna utiliza para definir un inquietante fenómeno de manipulación. La película de 1944 se llama, efectivamente, Luz de gas, y en ella un músico -Charles Boyer- consigue con distintas argucias domésticas convencer a su esposa de que sufre alucinaciones y padece fallas en la memoria; busca trastornar así su sentido de realidad y hacerle creer que está perdiendo la razón. Todo el tiempo la acusa de exagerar los hechos o la induce a pensar que estos directamente no existen; su meta es borrar sus percepciones ciertas, anular su criterio y someterla a su arbitrio. Quienes practican el gaslighting -aseguran los expertos- dan vuelta las situaciones; se sitúan por encima de su víctima, esterilizan sus cuestionamientos e incluso la responsabilizan de los errores y pecados que ellos mismos han cometido. Estos procesos de abuso y dominación suceden dentro de parejas y grupos familiares o corporativos, pero también en regímenes políticos con líderes autoritarios y narcisistas proclives al maltrato y enamorados de la mentira argumental y numérica, el artificio ficcional para esterilizar las denuncias y refutaciones, y la estigmatización del disidente. En la Argentina, el kirchnerismo -con su apagón estadístico, su contabilidad creativa, sus hostigamientos, su relato irreal y su realidad paralela- operó durante muchos años con esa misma estrategia, pero la sociedad -como Ingrid Bergman en los epílogos de Luz de gas- pareció descubrir por fin el truco y despertar indignada de ese mal sueño astutamente actuado. Resulta que la inflación, la corrupción, la mitomanía y, sobre todo, la negligencia (alcanzó su paroxismo durante la cuarentena eterna) no eran espejismos ni confusiones ni arquitecturas de la mala fe sino simplemente verdades obvias e incontestables. El escenario político, a partir de esa toma de conciencia colectiva, se ha modificado de manera drástica, y es bueno recordarlo puesto que siguen haciendo prestidigitaciones, y moviendo las piezas y las palabras de lugar para negar lo evidente: recibieron una paliza electoral, tienen una debilidad económica inédita, abrieron una fractura con repercusiones institucionales al interior de su propia coalición, asumen que perderán las elecciones en 2023 y, como si esto fuera poco, la “nueva izquierda” de la región los mira con desconfianza y se aleja por fin del eje bolivariano. La mascarada terminó, pero algunos melodramas de secta continúan.

No recuerdo el título de otra película gótica -tal vez del propio Cukor- que alegoriza el problema específico de esa dama espectral llamada presuntuosamente La Cámpora. Una familia venida a menos ocupa una mansión que alguna vez perteneció a un clan aristocrático, y con ayuda de un cuaderno de su extinta ama de llaves decide calcar sus rutinas, costumbres y movimientos. Fingen ser los otros por unos meses, hasta que una situación límite les requiere romper el juego; es entonces cuando los fantasmas imitados se hacen presentes y se lo impiden. La mansión acaba incendiada. Los “pibes para la liberación” quisieron ocupar ese palacio e imitar la ritualidad de la “juventud maravillosa”, de quienes se creen herederos culturales. Lo hicieron, claro está, con ideales felizmente pausterizados aunque con idéntica soberbia y antagónico espíritu de sacrificio: estos tiernos aprendices, al contrario que los originales, son pequeñoburgueses satisfechos con viajes románticos al Caribe, y opulentos funcionarios con salarios obscenos, que hablan indignados de no abandonar las “banderas” mientras son incapaces de abandonar las poltronas multimillonarias donde la arquitecta egipcia los apostó. El quid de la cuestión es que las rutinas y creencias aprendidas de memoria, aquellas que les otorgaban lustre épico y les creaban la ilusión de que confraternizaban con sus “prestigiosos” antepasados, les imposibilitan ahora aceptar las simples reglas del pragmatismo y de la realpolitik: hay una emergencia y su propia mitología los paraliza. ¿De qué vivirán políticamente en el futuro si no de esa identidad fabricada por el simulacro? Allí se ve con claridad que colocaron la supervivencia propia por encima del interés nacional: primero los hombres, luego el partido y solo al final la patria. El Movimiento Justicialista ha vivido equivocado. Aunque una fuerza cuyo dogma central consiste en no ajustar bajo ninguna circunstancia, más que un partido es una literatura fantástica, o un mero grupúsculo de la izquierda petardista y testimonial. Para la Orga, gobernar no es administrar ni servir. Gobernar es gastar y “recaudar”. No se trata de generar riqueza -no tienen idea de cómo hacerlo-, sino de repartir lo que quede y se pueda rapiñar, y comprar voluntades.

En los cafés del poder, los neocamporistas han derramado estos días conceptos increíbles: hay que cuidar el “legado”, defender la “pureza ideológica” y “no legitimar la deuda de Macri”, asuntos sobre los que machacaron durante cuatro años para crear un discurso epopéyico, un monstruo apocalíptico y un fenomenal acto de autoexculpación por el tétrico déficit fiscal que dejaron y el escandaloso vaciamiento de las arcas públicas que produjeron durante la apócrifa “década ganada”. También se oyó, como una queja amarga, la certeza de que Martín Guzmán los había “engañado” con el acuerdo en ciernes. Al menos, a los anteriores ocupantes de la casa los engañaba directamente Perón. Si no pueden gobernar a su mismísimo ministro de Economía, ¿pueden seguir gobernando este barco herido de quilla?

Para el raid diplomático del jefe de Estado -flamante maoísta, zarista de repentina convicción, europeísta de la primera hora y febril admirador de Juan Domingo Biden- no hay analogías cinematográficas, como no sea aquel falso documental del antológico camaleón de Woody Allen o ciertas comedias del neorrealismo italiano, donde sin embargo los chantas practicaban la “picardía criolla” en el límite, sin caer casi nunca en la más completa bobería. Se podía abrazar el multilateralismo sin necesidad de ofender a la superpotencia a la que acabamos de rogarle un favor de gran magnitud, y a la que ahora intentamos pedirle perdón en reuniones discretas y urgentes: no tomen en serio las palabras de Alberto, fueron señales para contentar a la Pasionaria del Calafate; ustedes saben que cada tanto a ella hay que suministrarle un digestivo antioccidental porque si no le entran convulsiones. No hacía falta sugerir una anexión simbólica al Kremlin para desprenderse de la “dependencia de Washington”, lanzar dardos a tu benefactor en la casa de su enemigo en medio de una crisis mundial con vientos de guerra, o convertirse en un comunista chino para lograr la media sonrisa de Xi Jimping, que por otra parte practica el esclavismo y conduce la globalización capitalista. Tampoco era necesario apuñalar por la espalda a la oposición, que se ofrece conmovedoramente a acompañarlo en el acuerdo con el FMI y a pagar incluso los costos políticos que Cristina y Máximo Kirchner se niegan a asumir. O señalar que el periodismo es una vergüenza nacional cuando lo que da vergüenza es esta mala película. Este bodrio que, por el bien de todos, el Presidente debe enmendar con una autocrítica profunda. Un último consejo de George Cukor: “No se puede tener ningún éxito a menos que uno pueda aceptar el fracaso”.

 

Por Jorge Fernández Díaz para La Nación

 

 

 

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